Juntos somos eternos
Ya estamos metidos en el lío de la reforma laboral hasta las trancas. Lo que el libre mercado reclama para continuar con su ilimitada progresión competitiva, acaba de empezar a fraguarse. Han hincado el diente en su presa y se están dando cuenta que nos hemos hecho al ánimo de que vamos a servirles de comida. La clase obrera anda tan despistada que se torna en una apetitosa gacela a los ojos de los depredadores. En algún momento de esta ficción de sociedad de bienestar en la que nos prometieron vivir, se nos ha olvidado que solo nosotros podemos mejorar nuestras condiciones de vida y de trabajo. Evitar las profundas desigualdades e injusticias sociales es una tarea que nos corresponde lograr personalmente. No podemos delegar estas premisas para nuestra supervivencia en las presuntas bondades de cualquier sistema, y menos de uno tan perverso como el capitalista.
En los siglos XIX y XX, los trabajadores lo tenían más claro. Aprendieron a organizarse para plantarse, a cara de perro, frente a la explotación de la que eran objeto. A pesar de la represión que sufrieron, que incluía la cárcel y el asesinato de sindicalistas como método disuasorio cotidiano, no consiguieron hacerles perder el norte de cuales debían ser sus objetivos. A ellos les debemos la reducción de horas en las jornadas laborales y otras muchas mejoras que nos han proporcionado cierta dignidad en el trabajo.
Pero desde entonces nuestra situación no solo no ha mejorado sustancialmente sino que está empeorando a pasos agigantados. Estamos siendo víctimas de un ataque masivo contra nuestros derechos sociales y laborales con la misma pasividad de un borrego que es conducido al matadero. Se nos ha declarado la guerra y nosotros no tenemos ni idea de por donde debe andar nuestra trinchera.
Como el escenario de esta guerra es global. Los campos de batalla se extienden por todos los escenarios del planeta. Dependiendo de que hablemos del tercer o primer mundo, el expolio de la riqueza natural y humana es más o menos «civilizado». Hay países donde la vida de un sindicalista no vale ni dos cartuchos y son asesinados a machetazos. En otros, como en el nuestro, el método elegido ha sido el de esperar a la autodestrucción del movimiento sindical ahogado en su propio vómito de descrédito popular. Más lento que el primero pero mucho más eficaz a largo plazo porque ayuda a reafirmar la sensación de indefensión entre la gente y facilita el saqueo.
Existen dos ejemplos de resistencia que considero deberían servirnos de referentes: La huelga de los trabajadores del Metro madrileño y la huelga de hambre protagonizada por unos electricistas mexicanos. A los primeros, pese a haberles azuzado a la opinión pública en contra y recibir todo tipo de coacciones, les cabe el orgullo de haber elegido ser dueños de su destino y doblegar la voluntad de la mismísima Esperanza Aguirre. A los compañeros mexicanos, que de coacciones y amenazas saben más que nadie, tampoco les ha tapado la boca Calderón. Tras privatizar su empresa y echar 44.000 trabajadores a la calle, algunos sindicalistas del SME decidieron protagonizar una huelga de hambre que ha durado tres meses y ha estado a punto de conducirles a la muerte. Entendían que su trabajo era un derecho similar al valor de su vida y se lanzaron a defenderlo hasta las últimas consecuencias. Su respuesta ha conseguido abrir una vía de negociación y la recolocación de, al menos, los 17.000 trabajadores que no aceptaron el finiquito.
Son dos muestras diferentes, entre otras muchas que hay, de que la determinación y la unidad deben ser nuestras armas. Si además situamos el conflicto en un marco global, podemos deducir que globales deben ser las soluciones. En consecuencia, deberíamos aprender de estas ilustrativas enseñanzas y extender el entramado de la resistencia por toda la geografía internacional. Crear vínculos y redes de apoyo que actúen como poderosos lobbys de presión mediática y política. Activar la solidaridad para lograr la supervivencia.
Uno a uno todos somos mortales. Juntos somos eternos (Quevedo).