Aquí no cabemos todos
Si en algo estoy de acuerdo con el xenófobo y ultraderechista Josep Anglada es en que, en este país, no cabemos todos. Pero como nuestra perspectiva es muy distinta, la gente que a mí me sobra no se caracteriza por tener un tono de piel o un acento diferente. Los que yo considero que son un exceso de equipaje para nuestra deseable democracia, pueden ser catalanes de pura cepa o castellanos viejos que luzcan, ufanos de su raza, el pin de «una, grande y libre» en la solapa.
Es otra peculiaridad más sutil la que me inquieta. Algo que tiene mucho más que ver con su discurso que con la pureza celtíbera de la sangre que fluye envenenada por sus venas. Son esos voceros del racismo oportunista que usa la extrema derecha para canalizar la frustración de los pueblos europeos.
Tras la resaca neoliberal, vino la tenebrosa recesión que sufrimos. Luego, una estrategia de persuasión colectiva que iba destinada a justificar las draconianas medidas laborales y sociales que se avecinaban. Todo muy bien orquestado mediáticamente para vendernos la fatalidad de un destino, que debía acatarse inexcusablemente, para poder seguir alimentando la maquinaria insaciable del capital.
Ahora estamos sufriendo otra intoxicación cognitiva. La que llevan a cabo estos tipos, expendedores humanos de odio que lanzan su ponzoña con el fin de distraer la atención del respetable.
Dice Anglada que piensa liderar un partido político anti-islámico y de extrema derecha para presentarse a las próximas elecciones. Lo arropan otros siniestros personajes cavernarios de grupúsculos filo-fascistas como Intereconomía o el «sindicato» Manos Limpias. Esta estrategia de caza de brujas contra el extranjero pobre, el inmigrante, ya se ha manifestado con éxito en gran parte del viejo continente.
La extrema derecha conoce bien estos métodos y su eficiencia electoral. Cuando se carece de contenidos políticos racionales o de soluciones a la ira popular, la dirigen hacia los estratos más vulnerables de la sociedad. Alientan una persecución fratricida responsabilizando, a los que son otras víctimas, de la precariedad social que atravesamos. Fuegos de artificio para manipular el pensamiento apelando a nuestros más primitivos instintos. Prestidigitadores de guante blanco que sacan pájaros carroñeros de las chisteras, ante los fascinados ojos de un público enajenado.
Éstos son los que a mí me sobran. Los que me parecen un lastre demasiado pesado para construir una sociedad que aspire a ser más justa. Pero me surge un problema moral. ¿Donde depositar estos residuos humanos de tan elevado factor contaminante?
Siempre me he sentido, antes que aragonesa o española, ciudadana del mundo. Y en pos de este patriotismo universal que me embarga, me veo obligada a desechar la idea de expulsarlos. No sería ético barrer fuera de casa la basura, bastante tiene cada uno con lo suyo.
De momento propongo amontonarlos. Formar una humeante montaña de detritos cuya pestilencia no deje lugar a dudas.
Una estampa pedagógica, a pesar de carecer de un mínimo estética, que despeje todas las sospechas sobre el verdadero origen de lo que ellos llaman sus principios.