Aragón uniprovincial
La provincia es un invento de relativa proximidad, ideada por el neocentralista -otros, sin embargo, lo califican de prefederalista- Javier de Burgos, con fines estrictamente de organización burocrática. Aunque de naturaleza ficticia, artificial y ahistórica, la provincia ha calado hondo en la conciencia localista de todos los españoles. Ortega y Gasset dirá que “España es pura provincia” en alusión no sólo al arraigo del sentimiento regional, sino también a esa pugna peyorativa entre el casticismo centralista de Madrid y la periferia “provinciana”.
En la actualidad, la provincia aparece constitucionalizada en el artículo 137 de la Carta Magna y protegida de tal forma que “cualquier alteración de los límites provinciales habrá de ser aprobada por las Cortes Generales mediante Ley Orgánica”. Pero en ningún momento la Constitución determina el número o denominación de las provincias, aunque sí las dota de autonomía y consagra su peculiar organización institucional, al tiempo que reconoce la posibilidad de crear agrupaciones de municipios diferentes de la provincia, en clara alusión a la comarca.
En Aragón, la tradición comarcal -nuestras históricas comunidades, sobrejunterías, cullidas y sobrecullidas– hunde sus raíces en la historia y recobra nuevo vigor en los períodos de rebrote federalista. Esta inspiración anti-provincial no se va a reflejar, sin embargo, en nuestro Estatuto de Autonomía. Nuestra “pequeña Constitución” -nuestras “ordinaciones”- delimita el territorio aragonés por referencia a los “municipios, comarcas y provincias de Huesca, Teruel y Zaragoza”, dedicando después un precepto para cada entidad pero manteniendo la forma plural en su denominación. Si se hubiera hecho referencia a la “provincia” como base de la administración estatal, dicha fórmula posibilitaría el mantenimiento del equilibrio entre Constitución y Estatuto, aún con la sola existencia de una provincia: Aragón.
Desde luego, la comarca es un factor fundamental de coherencia nacional o regional, no sólo como instrumento de vertebración del territorio, sino también como unidad territorial básica para la efectividad de la actividad económica y de la prestación de servicios. Así, mientras la provincia rompe la unidad y la homogeneidad regional, la comarca, por el contrario, al constituir un nivel intermedio entre el municipio y la comunidad y guardar una clara afinidad etnocultural y socioeconómica, se convierte en el factor territorial de referencia para la necesaria vertebración de un país. Aragón necesita de sus comarcas para superar la macrocefalia zaragoza-metropolitana y repoblar el vacío circundante.
La conversión de Aragón en comunidad uniprovincial, una vez establecida su comarcalización institucional y organizativa es, no obstante, una constante reivindicativa en algunos sectores aragonesistas. Pero tampoco esta vieja aspiración ha sido asumida por los poderes públicos o las fuerzas políticas aragonesas, que no sólo se han mostrado poco interesados en solicitar la alteración de los límites provinciales y la integración en una sola de las tres provincias aragonesas, sino que se han manifestado sumamente reacios -y tremendamente imprecisos- para fundamentar nuestra organización territorial con base en el municipio y en la comarca.
La creación de la provincia única de Aragón supondría, en el plano organizativo, numerosas ventajas: la automática desaparición de las obsoletas diputaciones provinciales y la asunción de sus competencias por la Diputación General para su posterior distribución o reparto entre los consejos comarcales constituidos. Tal reorganización del gobierno y la administración de las provincias suprimidas tiene su cobertura en la Constitución española, que encomienda dichas funciones a las diputaciones “u otras Corporaciones de carácter representativo”. También implicaría la reestructuración y revisión tanto de la Administración periférica del Estado en Aragón como de la demarcación judicial.
Ahora bien, cualquier iniciativa en este sentido, debe considerar que la provincia aparece también constitucionalizada como “circunscripción electoral”. Así, por ejemplo, en el hipotético supuesto de que Aragón se convirtiese en comunidad uniprovincial, las consecuencias electorales serían la pérdida de cuatro diputados -de acuerdo con la asignación inicial de dos diputados por provincia -y de ocho senadores- de conformidad con la asignación de cuatro senadores electivos por provincia-. Esta pérdida de escaños no afectaría al ordenamiento constitucional, pues la Constitución contempla un margen de diputados entre 300 y 400 (la ley electoral los fijó en 350), pero implicaría una pérdida cuantitativamente importante de la representatividad de la Comunidad aragonesa en las Cortes Generales. No obstante, la iniciativa catalana de creación de sus “veguerías” podría impulsar un futuro cambio en la normativa electoral.
De esta forma, cualquier Comunidad Autónoma pluriprovincial que se planteara su conversión en única provincia, debería promover simultáneamente la reforma o modificación de la legislación estatal sobre régimen electoral -que tiene rango y carácter orgánico-, pero no así de la Constitución para instaurar una hipotética “circunscripción autonómica”, todo lo cual parece de dudosa operatividad en las actuales circunstancias políticas. Por todo ello, parece que esta vieja y lógica aspiración sólo puede tener cabida en el marco de una reordenación territorial general del Estado. Es cierto, como se ha dicho, que la Constitución contempla las provincias como algo casi inalterable, pero no así a las diputaciones, pero se olvida que éstas se encuentran reguladas en la legislación estatal de régimen local. Iniciativas autóctonas y solitarias, como las que se han dado a conocer estos días, no tienen ninguna posibilidad de prosperar. Una cosa es hacer fe de comarcalismo y otra bien distinta es practicar el electoralismo.