Electra en la Complutense
La Naturaleza nos grita que dios no existe, afirmaba Voltaire en el siglo XVIII. Y no es el que el filósofo de la Ilustración se posicionara en una ideología radical atea. Reivindicaba una religión natural y racional basada en la libertad de culto pero impregnada de un anticlericalismo beligerante. ¿Qué hubiera escrito el pensador sobre el resultado de la protesta estudiantil en la Universidad Complutense madrileña en pleno siglo XXI? ¿Entendería el rechazo de ese grupo de jóvenes, la mayoría mujeres, que realizaron una performance en una de las capillas del recinto donde cursan sus estudios? Razón y religión debieran de caminar por sendas separadas. La fe reniega de los argumentos y desestima el análisis de la verisimilitud de sus dogmas. Por ello mismo no debiera tener cabida en los centros educativos. Existen otros foros donde los cultos pueden practicarse sin que se atente contra la libertad del pensamiento racional que tendría que ser la máxima en los círculos educativos.
Estas muchachas cubiertas de velos violetas que irrumpieron en el templo iban más allá. No solo reclamaban una Universidad libre del influjo religioso. Pertenecen a un género que el rito católico, entre otros muchos, ha despreciado, infravalorado y sometido. Interpretaron un acto simbólico contra las últimas declaraciones misóginas y homófobas que los obispos españoles siguen vertiendo impunemente. Sus torsos desnudos que causaron el escándalo del fundamentalismo patrio representaban una declaración de principios contra todas las trampas y zancadillas que la revolución feminista ha sufrido de parte de las religiones monoteístas dirigidas por el macho dominante.
Pero su lícita rebeldía ha sido tachada de provocación e insulto y es posible que, además de ser expedientadas, sean procesadas por el delito de profanación en un lugar sagrado. Algunos de los estudiantes han sido detenidos e interrogados como si de terroristas se trataran. El Gobierno de Esperanza Aguirre ha puesto el grito en el cielo, en ese cielo ultracatólico que supedita el papel de la mujer a la de simple reproductora o al de sierva sumisa de la jerarquía masculina. Y organizaciones de talante tan manifiestamente «liberal» como Manos Limpias se han presentado como parte acusadora en este litigio. Si Torquemada levantara la cabeza estaría satisfecho. Posiblemente, propondría la quema de estas heréticas brujas como castigo ejemplarizante para que ninguna otra fémina osara sacar los pies del tiesto.
La Electra de Galdós se debatía entre el sometimiento al poder eclesiástico o vivir sin estas ataduras. A pesar del abismo que separa al dilema del personaje decimonónico de la realidad actual, la convulsión provocada por la protesta en la Complutense nos demuestra que la mujer, aún hoy en día, no ha conseguido librarse por completo del collar social, político y especialmente religioso que arrastra desde tiempos inmemoriales.
Quiero pensar que esta Electra que convulsionó los pilares de la intransigencia, ante el estupor del propio Galdós, hubiera encabezado ahora la revuelta. Que no hubiera sentido vergüenza en mostrar su naturaleza para exponerla desafiante a la hipocresía de los represores. Esos cuerpos desnudos femeninos con sus leyendas trasgresoras solo pueden ofender a los más retrógrados e intransigentes. A los enemigos de la libertad y la razón, cancerberos de una espiritualidad que enaltece la superstición y ahoga la psique femenina.
Como panteísta convicta y confesa me solidarizo con estas mujeres y hombres libres de la Complutense. A favor de la salud mental de las nuevas generaciones que están dispuestas a extirpar la religión de los espacios públicos. A pesar de la decepcionante resolución del Tribunal de Estrasburgo que no quiere suprimir los crucifijos de las aulas, considero imprescindible seguir apostando por una enseñanza separada de cualquier influjo religioso.
Mientras tanto el progreso intelectual y científico continuará siendo una entelequia condenada a seguir arrastrando los lastres del oscurantismo. Y la libertad de expresión otro cuento chino con el que nos adormecen desde las estructuras de poder de un Estado aconfesional de pacotilla.