Los excesos de Félix
Félix era excesivo: en la pasión por los libros, por su chica, por los cómics, por los amigos, por el fútbol; en la ira manifestada a gritos o a sollozos, en la inmensa y casi vergonzante ternura, en el amor a la libertad casi por encima de todo. Amaba la noche, unas buenas cervezas, una conversación larga y densa; lo criticaba todo para entenderlo todo. Viajaba sin cesar, quizá porque era el único modo de añorar y querer a su ciudad, con la que no terminaba de establecer una relación tranquila.
En su formación, casi toda autodidacta en el más amplio y excelso sentido, influyeron mucho su estancia como becario en la Residencia de Estudiantes (que aún retenía aires de los veinte y treinta, y donde oyó recitar a Octavio Paz), su amistad casi filial con José Antonio Labordeta y su pertenencia al grupo de escritores en su entorno, habituales de Casa Emilio. Y sus inmensas lecturas omívoras: pero era un gran gourmet.
Escritor disciplinado, se prodigaba en diarios (columnista y crítico del Heraldo), ABC, Letras Libres, Revista de Libros, Radio Nacional, y, sobre todo, dirigió durante cinco años el rompedor programa de televisión “La Mandrágora”: estaba muy orgulloso de la entrevista –exclusiva en España- que le hizo a Paul Auster, tal para cual, o de las realizadas a Saramago y Cabrera Infante, los cineastas Saura y Borau, Almodóvar y Amenábar, o el músico Franco Battiato. Docenas de gentes interesantes, con las que se medía como si tal cosa.
Su enorme conocimiento del mundo literario contemporáneo le permitía establecer comparaciones, ser irónicamente crítico con muchas modas y presunciones, volcarse entusiasmado cuando encontraba un mirlo blanco.
Quería a sus libros como a hijos diferentes y con algún problema, fueron el deslumbrante Dibujos animados, con tres ediciones; el modernísimo Discotèque, replanteador de las infraculturas populares; y Amarillo, en que con genial sobriedad y hondura mezcló textos y recuerdos de su amigo José Izuel que sucumbiera años atrás al suicidio, y su propia pregunta por las causas y las culpas.
Una de sus vocaciones menos conocida era la de traductor, en la que se esmeró con el italiano de Natalia Ginzburg, con el portugués de Gonçalo Tavares y del angolano Ondjaki. A cambio, Minotauro editó en la bella lengua lusa su Discotèque el año pasado, lo que le hacía especialmente feliz.
Agitador cultural nato, soñó con un gran proyecto para Zaragoza; pero nadie le hizo caso.
Artículo publicado en El Periodíco de Aragón, el día 1 de octubre de 2011