La identidad nacional y la evolución del soberanismo catalán

Texto usado por el autor en su intervención del autor en las Jornadas Demandas de identidad, organizadas por el grupo universitario de investigación RIFF-RAFF y la revista de crítica cultural CRISIS, el 24 de septiembre de 2014 en la Biblioteca de Aragón

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I

¿Qué significa el título Demandas de identidad? ¿Acaso hay demanda de identidad, como hay demanda de agua, o de pan, o de otros bienes? En esos casos ‘de’ es un genitivo objetivo: alguien demanda algo.

Pero ¿hasta qué punto puede ser la identidad objeto de demanda? Porque la identidad es, consiste, constituye. Es sujeto en el sentido etimológico de sub-iectus: que subyace, supone, da existencia y sentido, define, sustenta: sustancia que no cambia. La identidad reside en el hecho de ser alguien o algo; ser el mismo que se supone que se es, distinto de lo otro, de lo no idéntico. E incluye ser consciente de serlo, la conciencia de la propia identidad.

Por tanto, es la identidad la que demanda, la que exige, requiere, reivindica. La identidad es el sujeto de la demanda. En el tema que nos ocupa, la nación.

¿Y cuáles son las demandas de toda identidad? Demanda, primero, diferenciarse del otro, separarse de lo no afín. La otra cara de la identidad es la diferencia, la reivindicación de la diferencia. Las políticas identitarias son políticas de la diferencia. Inversamente, las políticas de la diferencia son configuraciones necesariamente identitarias.

Demanda también, por supuesto, respeto, reconocimiento, protección. Y restablecimiento, si se hubiera privado en todo o en parte esa identidad: en fin, vindicación de la identidad ahora víctima. El victimismo precede a la reivindicación.

Quienes trabajan la teoría política de la identidad (véase Klaus Eder y Donatella della Porta Construcción de Europa. Democracia y Globalización, Ramón Maiz, ed. Universidad de Santiago) explican que los movimientos sociales modernos, que centran el debate político en las demandas de identidad (feministas, ecologistas, etnicistas), quieren distinguirse de los discursos de intereses. Apelan a planteamientos de principios.

II

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En el caso de la identidad nacional, si no hay afinidades raciales o étnicas, los principios de la identidad son la lengua y la historia. Dejo la historia para luego.

Fichte, el filósofo romántico, que convirtió en proyecto político nacionalista las tesis de Herder, sostiene, en los Discursos a la nación alemana, que la nación es una comunidad de lengua porque «cada nación habla según piensa, y piensa según habla, pues no podemos pensar sin palabras». Sin duda, la lengua nos identifica, nos da una identidad, porque el lenguaje nos hace humanos y nos comunicamos en una lengua, adquirimos conocimiento del mundo y conciencia de nosotros mismos en esa lengua, pensamos con ella y en ella. La lengua es la principal identidad cultural.

Demandas consecuentes de esta identidad son: poder hablar ‘mi’ lengua libremente en mi país, en cualquier lugar y momento; ser educado en ‘mi’ lengua (enseñanza en ella); conocer la expresión histórica y cultural de ‘mi’ lengua (estudio y fomento de su literatura); que el uso y la enseñanza de ‘mi’ lengua no se regulen desde fuera, por otros que no pertenecen a mi identidad lingüística. Por tanto, autogobierno o competencia exclusiva en todo lo referido a la lengua y la cultura propia. Parecen demandas inapelables.

Pero de esas demandas surgen otras: ¿monolingüismo? ¿Soberanía? ¿Estado propio? Vayamos a la identidad que está en el trasfondo de estas jornadas.

El decreto de Nueva Planta de 1714 prohibió la lengua catalana. Pero los catalanes la siguieron usando cotidianamente mostrando que estaba bien enraizada. Y Cataluña, desde entonces, ha tenido que reivindicar su lengua. De ahí que el nacionalismo catalán —que se forjó en el siglo XIX con el movimiento literario de la Renaixença—, se fundamenta en la lengua. En los años 90 compartí la ponencia para reformar el Senado en la Constitución con Joan Rigol, el presidente del Pacto por el Derecho a Decidir. Hablamos mucho del «hecho diferencial catalán». Él tenía claro que la identidad catalana es la lengua.

Había sido consejero de Cultura con Jordi Pujol, fiel seguidor de Herder. El hispanista Richard A. Cardwell dijo en 1998: «cuando Pujol abre la boca, está hablando Herder» (http://elpais.com/diario/1998/04/22/catalunya/893207268_850215.html). En marzo de este año, en el Centre d’Estudis que lleva(ba) su nombre (se ha cerrado tras destaparse la corrupción familiar), pronunció una Conferència titulada «De Herder i Renan. I el Dret a Decidir» (http://vimeo.com/89356769). Según Herder, «la personalidad de los pueblos se basa en un substrato de lengua, de cultura, de sentimiento colectivo, de memoria y de consciencia previa a las construcciones políticas» y disponer de dicho sustrato «es esencial para ser una nación. Para no desaparecer.» Herder pensaba que una nación es una división natural de la especie humana; que las naciones son entidades naturalmente dispuestas por Dios y que cada nación debe formar su propio Estado. Dios ha separado a las naciones y los Estados con más de una nación son antinaturales y opresivos. Esta teoría de «la nación pura» solo admite la diversidad entre las naciones, no dentro de las naciones. Y obliga a los miembros de una nación a preservarla pura e inviolable, idéntica.

Quien había dado el salto de la unidad cultural a la unidad política, había sido Enric Prat de la Riba, primer presidente de la Mancomunitat de Catalunya (véase tesis doctoral «Nacionalismo cultural y político: la doble cara de un proyecto único: Cataluña»: http://www.tdx.cat/bitstream/handle/10803/1992/JSA_TESIS_COMPLETA.pdf;jsessionid=9ADC700FE0EBCD34EBA89646605BCED2.tdx2?sequence=3). En 1906, en el Primer I Congrés Internacional de la Llengua Catalana, Prat de la Riba mantuvo: «Toda sociedad tiende a constituir por ella misma una lengua, (…) que una más íntimamente a sus miembros componentes, y al unirlos entre, sí los separe de los otros (…) Y los Estados han comprendido el valor incomparable de poseer una lengua que proporcione unión y cohesión a sus miembros, separándolos de los otros. De aquí que, cuando no consiguen tal resultado naturalmente, por no coincidir las fronteras del Estado con los límites de una sola unidad lingüística, hagan esfuerzos desesperados con el fin de obtener por la violencia la deseada unidad de habla, y de este modo favorecen la expansión de una lengua, aquella que adoptan como oficial, y combaten duramente las otras hasta corromperlas y hacerlas desaparecer.» Pensaba en la imposición oficial del castellano y el retroceso del catalán.

Y en sentido inverso, añadía: «Por la misma razón, los pueblos que reaccionan contra la absorción por otros pueblos, así que sienten la necesidad de afirmar su individualidad, de proclamar su personalidad, se aferran a su unidad de lengua como principio salvador y fundamento de su derecho: «La lengua es la propia nacionalidad» -—decían los patriotas húngaros a mediados del siglo pasado, reproduciendo la afirmación de los primeros patriotas alemanes. La lengua es la nacionalidad han repetido todos los pueblos renacientes.» («lmportància della lengua dins del concepte de la nacionalitat», http://www.archive.org/stream/primercongrsin00conguoft#page/6/mode/2up, p. 667; reedit. en La nacionalitat catalana, Edicions 62, Barcelona, 1987).

Entonces, si la nación catalana abarca las regiones de Cataluña, País Valenciano, las Islas Baleares, el Principado de Andorra, así como el Rosellón (bajo mandato francés), la Franja de Poniente catalana (bajo administración aragonesa), ¿todos estos territorios deben formar un mismo Estado? La cuestión, por tanto, es si la identidad nacional lingüística exige identidad estatal: si las fronteras estatales han de coincidir con las fronteras lingüísticas.

Primero, es irrealizable, porque habría que desmembrar los Estados plurilingües, como Suiza, o los más poblados del mundo (China o India). Y las lenguas poco habladas serían países inviables económicamente: solo en Méjico hay 68 lenguas.

Además, no existe esa demanda: los árabes hablan la misma lengua y no quieren formar un solo Estado; se habla alemán la República Federal de Alemania, Austria y buena parte de Suiza; y los catalanoparlantes de la Franja son aragoneses y no quieren renunciar a ninguna de las dos identidades.

Más importante: la democracia y los derechos de ciudadanía son conquistas precisamente contra los privilegios o derechos ligados a rasgos identitarios. Ser ciudadano implica igualdad de derechos, sin discriminación por la diferencia étnica, cultural, religiosa, de género, etc. Ligar la pertenencia a un Estado con la identidad y condicionar la ciudadanía a rasgos identitarios culturales, étnicos o religiosos, es retroceder a la España que expulsó a judíos y moriscos.

Y, por fin, la sociedad catalana no es homogénea, sino bilingüe. El catalán no es la lengua materna de buena parte de la población, que tiene una identidad tan digna de respeto. En Cataluña hay dos grandes bolsas de identidades ajenas en un mismo territorio. Hay catalanes que no se sienten españoles y reclaman el derecho a sentirse ‘no español’. Hay otros muchos que se sienten más catalanes que españoles. Y hay catalanes que se sienten también españoles y no quieren dejar serlo.mini-P1110480

III

¿Se puede someter ese sentimiento de identidad o pertenencia a referendum? El derecho a decidir es siempre también el derecho a disentir y los que pierden se convierten en los nuevos disidentes. Seguirá habiendo catalanes que se sientan más españoles que catalanes o solo españoles. Un proceso de autodeterminación desborda emociones, crea divisiones, y, venza el sí o el no, fractura en dos la sociedad. Si pierden los partidarios de mantener la unidad, se sienten amputados en su ciudadanía estatal actual o incluso en su identidad no escocesa o no catalana. Si pierden los nacionalistas, aumenta la frustración de ser una identidad y una nación castrada y no van a cejar en el empeño.

Lo que pasa es que el derecho a decidir no es sobre la identidad nacional de la gente, sino sobre el Estado. Lo que hoy está en juego es si Cataluña deja de formar parte de España y crea un nuevo Estado catalán. Por supuesto, la identidad nacional de cada uno influirá en la opción que elija, pero las opciones no giran en torno a la identidad, sino en torno al Estado. La demanda ya no es la lengua. Ya no basta con dar a la Generalitat total competencia normativa sobre la cuestión lingüística y la cultura para calmar el soberanismo.

El actual proceso catalán obedece al resurgimiento de los nacionalismos como respuesta a la incapacidad política de la UE y de los Estados para hacer frente políticamente al capitalismo financiero y proteger a sus ciudadanos. Cuanto más abstracto se hace el poder de los flujos globales de capital, tecnología e información, más se afirma la experiencia concreta, compartida en el territorio, en la lengua, en la religión. En el mundo globalizado, la gente se aferra a su identidad como fuente de sentido de su vida. Es una reacción de autodefensa. Como se ha roto el consenso de las élites con las masas y el Estado no garantiza el bienestar social y nos va desposeyendo de bienes y derechos que creíamos irreversibles, se reniega de la ciudadanía estatal y se busca refugio en elementos identitarios fuertes. Se busca compensar la sensación de vulnerabilidad y despojo que padecemos con la ilusión de asentar un nuevo Estado en las supuestas identidades ‘con peso’ y con historia.

Y aún se percibe otro cambio más en los nacionalismos. Pierde fuerza el pasado mitificado que hay que recuperar, la tradición que hay que conservar, etc., y la gana el afán de salir de un presente indeseado, la voluntad de ser mirando hacia el futuro. Rubert de Ventós, en la edición revisada de Catalunya: De La Identitat A La Independència (Editorial Empuries, 2014), incluye un cuadro genealógico y comparativo de los diferentes nacionalismos y sostiene que ya no serán etnicistas, ni plantearán tanto cuestiones identitarias, sino pragmáticas, transaccionales, relacionadas con el reparto de la riqueza, con los intereses contrapuestos: quiero lo que tú tienes y no me das, te doy para que me des… y si no me das, me voy.

Lo vimos en Escocia, donde la identidad nacional no se basa en la lengua y los discursos de los independentistas se referían constantemente a las mejoras del Estado de Bienestar y de los ingresos petrolíferos cuando Escocia fuese independiente. El motor del soberanismo no es la nostalgia de un ayer cultural, sino la promesa de Estado de Bienestar mejorado y disponible, eso sí, sólo para los nacionales. Por ello, la Generalitat reclama, sobre todo, las competencias fiscales. Y los independentistas prometen mejor sanidad, mejor educación, mejores carreteras para su país. Así, los profesionales entrevistados en el documental L’endemà («El día siguiente»), dirigido por Isona Passola, presidenta de la Academia Catalana de Cine, subvencionado por la Generalitat y TV3 y orientado a «aclarar las dudas de los indecisos» sobre la conveniencia de un Estado propio, anuncian que la Cataluña independiente tendrá «una economía productiva, no especulativa», «más plazas de guarderías», «más jueces y mejor formados», «más inspectores fiscales», y un presupuesto «16.000 millones mayor que ahora, o sea cuatro veces más de lo que hemos recortado»: «seremos la California de Europa», si no tenemos que sostener el Estado español. El verdadero enemigo del secesionismo, su víctima, es la solidaridad. Y, así, solo la insolidaridad  puede explicar el nacionalismo padano.

IV

Pero ni las reivindicaciones culturales, ni las reivindicaciones económicas, explican

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las demandas de la identidad nacional. Está también la historia. La historia hecha de girones e injusticias, de victorias y derrotas, de aspiraciones y frustraciones. La mayoría de los conflictos sociales actuales nos remiten casi siempre a la defensa de identidades agredidas: los Bálcanes, Palestina, Ucrania y Rusia, Tibet o los uigures en China, los kurdos, el islamismo radical…

La movilización en Escocia no se explica solo por intereses económicos y pragmáticos. El imán que más aglutina es otro y de fondo: es la humillación. Isaiah Berlin atribuye la causa del nacionalismo, esa «inflamación de la conciencia nacional», a las heridas dejadas por «alguna forma de humillación colectiva». Porque «ser objeto de menosprecio o la condescendencia paternalista de vecinos orgullosos es una de las experiencias más traumáticas que pueden padecer los individuos y las sociedades. La reacción suele ser la exageración patológica de las propias virtudes, reales o imaginarias, y resentimiento y hostilidad hacia los orgullosos, los felices, los que triunfan» (El fuste torcido de la humanidad, Península, 1992, págs. 229-230). Lo recordó Bernardo Atxaga: la humillación, que es el peor viento para la política y el buen gobierno, ha sido «el componente gaseoso del imán, quizás el que más influyó en los primeros meses del proceso, cuando todos los grandes —grandes bancos, grandes partidos, grandes periódicos y cadenas de televisión— seguían haciendo chistecitos sobre las faldas, o similares». («Un imán debajo de la mesa»: http://elpais.com/elpais/2014/09/19/opinion/1411147880_827644.html).

Se puede analizar el conflicto catalán también desde esta perspectiva: una historia de humillaciones y de victimismo. Salvador Cardús afirma: «La mayor parte de los conflictos políticos, y casi todas las derrotas, tienen que ver con el desconocimiento y el menosprecio del adversario». («Ni nacionalistas ni identitarios», La Vanguardia 14/05/2014). Cataluña se siente secularmente maltratada por los gobiernos de Madrid. Su identidad ha sido aplastada durante décadas de centralismo y de nacionalismo español. Por eso identificó siempre la democracia con la reivindicación de la lengua y con el autogobierno. Y se ha llegado al punto actual por haber menospreciado las demandas de Cataluña, por la cerrazón al diálogo y las medidas centralizadoras y anti-catalanas del Gobierno, como la ley Wert.

Por tanto, se ha superado ya la cultura política de resistencia nacionalista (capitaneada por Pujol), apoyada en un pasado mitificado (que no es compartido por la mayoría social). Estamos en otra fase, en el llamado ‘derecho a decidir’, o autodeterminación, con un sentimiento muy mayoritario de que el sistema político fijado por la Constitución de 1978 está agotado. El actual modelo identitario catalán es de proyecto, de aspiración, de horizonte, y por ello asume la voluntad soberanista –para el sí o para el no– de decidir el futuro.

Estar a favor del derecho a decidir, o de la consulta, no implica ser nacionalista. Pero la consulta no es solo cosa de los independentistas de toda la vida. Las encuestas revelan un apoyo popular muy amplio al referéndum, por encima del 70%. ¿Cuál es la razón de fondo que mueve cada vez a más gente a posicionarse a favor de la consulta y quizá de la independencia? ¿Es un sentimiento identitario, de defensa nacional el que les mueve? ¿O es más bien una muestra de que la ciudadanía, harta de ser acallada, quiere ser escuchada y reacciona ante la crisis política que vivimos? Es una suma de los dos.

Un referendum no soluciona el problema. Pero se equivoca quien piense que impidiendo la celebración de la consulta se acaba con el separatismo. La prohibición generará frustración, mucha irritación porque «no nos dejan votar», más victimismo. Y resistencia. Sentimientos que afectarán a todas las dimensiones de la vida social y cuyos efectos se notarán no solo en Cataluña sino en el conjunto de España.

Solo lo reconocido, nunca lo reprimido, puede llegar a ser canalizado y controlado democráticamente, pues, escribe Kant «por la fuerza no se ha conseguido nunca nada contra las inclinaciones sensibles; es menester lidiar con ellas, manejarlas, y, como describe Swift en El cuento de un tonel, echarle a la ballena un tonel con el que juegue, a fin de salvar el barco (Antropología en sentido pragmático Alianza, 1991, p. 49).

Mantener a Cataluña dentro de España exige hacer más atractivo para más catalanes quedarse en España, a fin de restar apoyo a la independencia. Pero los actuales gobernantes no han querido dialogar, porque les interesa que no haya un acuerdo y necesitan que el conflicto soberanista sea la agenda política y oscurezca los efectos de la injusta política de sus respectivos gobiernos sobre todos los ciudadanos, catalanes y el resto de españoles.