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El gobernador Orbe Cano y el nacimiento de ‘Andalán’
Antes del nacimiento
En su portada del nº 10, en febrero de 1973, publicó Andalán, dentro de un recuadro, el siguiente texto:
Rafael Orbe Cano ha dejado el Gobierno Civil de Zaragoza, a tres años justos de su llegada a la provincia. ANDALAN recuerda ahora la ayuda que Orbe Cano le prestó para facilitar su nacimiento y quiere agradecerla en todo lo que supuso, en un momento en que nadie podrá dar una interpretación corta o errónea a este agradecimiento. Buen viaje, pues, a Rafael Orbe que deja en nosotros, al marcharse, una inquieta incertidumbre.
Lo que dejaba este gobernador civil de Zaragoza, para tomar posesión del mismo cargo en Valencia, eran, pues, dos sensaciones principales en el equipo de Andalán: gratitud e incertidumbre. Justificadas las dos.
Eloy Fernández ha relatado, en sus extensas memorias[1], cómo se dieron los últimos pasos para que Andalán obtuviera permiso legal y viera la luz. En sustancia, las cosas fueron como él dice. El intermediario eficaz fue Rafael Orbe Cano, reciente gobernador de Zaragoza y el primero del país que no había vivido la guerra civil, como nacido en Santander, en diciembre de 1936. Cuando fue nombrado gobernador de Zaragoza aún no había cumplido los treinta y cuatro años. Algo puedo decir de él para que se entienda mejor cómo empezó todo, en lo que meramente se refiere a la legalización del proyecto.
Políticamente, tenía las cosas claras: el franquismo estaba comenzando su etapa final –“Me he propuesto no hablar más del Caudillo, sino del jefe del Estado”, me dijo un día (la decisión tenía sus riesgos)- que debía desembocar en una monarquía parlamentaria al uso de las europeas. Había estudiado en París (una especie de diploma, posterior a su licenciatura madrileña en Derecho) y estaba de lleno en la línea de la tecnocracia vinculada a las personalidades franquistas del Opus Dei, del cual era aplicado socio supernumerario.
Persona afable, hombre educado -no siempre fueron así sus predecesores-, cumplidor de sus compromisos, me pareció claro en sus propósitos y decidido a arriesgar, alineado como estaba en una de las facciones en que el franquismo se había dividido, pero que aún no podía proclamarse claramente triunfadora en la pugna interna. Le parecía una comedia, lindante con lo dramático desde un punto de vista personal, vestir la camisa azul de FET y de las JONS sin ser falangista, pero la de jefe provincial del Movimiento Nacional era condición aneja por ley a la de gobernador civil. Eloy, en el volumen primero de sus memorias, menciona la inaguantable presión para que vistiera la camisa azul mahón, que evitaba por todos los medios. Asumió ponérsela en ciertos días peculiares, si bien no más de dos o tres al año: el 20 de noviembre, aniversario de la ejecución de José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española (fusilado en la cárcel de Alicante en ese día de 1936); y en la conmemoración de la tenaz y costosa defensa que una unidad de falangistas aragoneses había hecho en 1937 de la posición, después denominada San Simón, en lo alto de la Sierra de Alcubierre.
Este acto, multitudinario y solemne, en un ambiente paramilitar, tenía lugar anualmente in situ, cada 9 de abril: situada en un elevado punto serrano y hoy visitable en coche, su pérdida y recuperación frente a los atacantes republicanos costó a los defensores de la posición un centenar de bajas mortales, entre ellas la de un laureado póstumo. Para hacerse una idea del significado del momento, tras la marcha de Orbe a Valencia aún se siguió conmemorando el suceso en ese paraje monegrino, con asistencia declinante de centenares de personas. De ahí el mérito que correspondió a un discurso en el que, acelerando el ‘tempo’ político, evocó con habilidad retórica la idea de que la Falange, en el espíritu de su fundador, debía quemarse en holocausto a España. Le sugerí esa posibilidad unos días antes, respondiendo a su consulta, y me valí como argumento de lo que algunos próceres del régimen habían ido sugiriendo previamente. Lo aceptó, lo dijo en su alocución y se armó una buena: el caso fue noticia nacional, porque todo el mundo entendió -correctamente- que el jefe provincial estaba sugiriendo a los asistentes que se disolviesen como organización, porque era necesidad que, una vez llevada a cabo, beneficiaría a la nación.
El precedente de que me valí para insinuarle esa actitud como conveniente fue que algunos personajes importantes de la historia del falangismo franquista habían manifestado hacía poco sus impresiones sobre el estado terminal, si no cadavérico, no tanto del ideario falangista expressis verbis cuanto de la organización. Uno de ellos había sido Juan Velarde Fuertes, el notable catedrático y economista ‘azul’, quien había generado cierto revuelo al asegurar que la Falange estaba en estado de pulverización y que proclamarse falangista ya no era una definición. Otro de los grandes sanedritas de Falange y del Movimiento Nacional, Ramón Serrano Suñer, casi al mismo tiempo, se había declarado, con un punto de eufemismo, favorable a la existencia de partidos políticos, si bien no empleó la palabra maldita (‘partidos’ estaba tan proscrita y repudiada como ‘constitución’):
Dentro y fuera de España, el pluralismo es una realidad que resulta imprudente desconocer (…) Mantenerlos apartados y no dar paso a su legítimo interés por la cosa pública y por la vigilancia de la Administración, para evitar abusos y atropellos, a la larga solo puede conducir al desorden.
Ambas manifestaciones se habían publicado menos de un año antes de la aparición de Andalán (las de Serrano Suñer, en El Noticiero Universal del 2 de octubre. Lamento no haber anotado con precisión de dónde saqué el apunte sobre Velarde), pero cuando ya estaban en marcha las negociaciones para la autorización del quincenario. Pero, en sentido contrario, muchos miembros del Movimiento no contemplaban la posibilidad de su anonadamiento y preferían seguir a viejos líderes enérgicamente combativos, e incluso vociferantes, como el abogado y, sobre todo, hombre de negocios José Antonio Girón de Velasco, jonsista de origen y de credo falangista, o Blas Piñar, notario de profesión y católico integrista.
Orbe, obviamente, actuaba en otros planos, más abiertos y partidarios de una evolución relativamente rápida que evitase las fracturas. Era un nuncio precoz de lo que luego se denominó ala aperturista del franquismo, sin que, políticamente hablando, fuera muy relevante si quienes la empezaban a integrar lo hacían motu proprio o más bien velis nolis. Estaba en la línea más hábil y lúcida de la tecnocracia tardofranquista vinculada al Opus Dei. Y era persona cultivada.
Parte del grato talante humano de Orbe, en mi opinión, procedía de su formación como deportista. No fue solo aficionado, sino jugador (y creo recordar que capitán) de la selección nacional de balonmano y una docena de veces internacional. En la Universidad de Madrid fue un tiempo docente de Hacienda Pública y, sucesivamente, de Derecho Administrativo, mientras preparaba sus oposiciones a la Abogacía del Estado, calidad adquirida en 1964 y que le llevó a desempeñar, en los años 60 y 70, destinos de gran interés entonces, en los servicios de la Presidencia del Gobierno, que ocupó Carrero Blanco a mitad de 1973. Al final de su carrera, Orbe ejerció la poco visible, pero importante, jefatura del Servicio Jurídico del Estado en la Audiencia Nacional.
Lo conocí porque me llamó, alegando interés en tener contacto personal conmigo (manejaba un buen fichero local). Me puso al tanto de sus posiciones políticas, rogándome reserva. No era un secreto de estado, pero las suspicacias a su alrededor eran tan grandes como las resistencias al cambio político que constituían el luego famoso ‘búnker’, y por eso mantuve un silencio total a ese respecto. Una de las líneas del plan consistía en promover, suscitar o tolerar ‘asociaciones’ que, poco a poco, en un proceso controlado por el ala aperturista del régimen (la que sabía y asumía que la dictadura en España no podía ser indefinida sin la persona de Franco), fueran el germen de partidos políticos propiamente dichos, con exclusión del comunismo. Nadie supo por mí a dónde encaminaba su actividad, en coincidencia con otras semejantes que se iban a llevar a cabo en el resto de España y en diferentes niveles. No me extrañó por eso que, en un tiempo más bien corto, fuera enviado a Valencia (1973) y nombrado, en el mismo año, director general de Radiodifusión y Televisión: el puesto clave de la comunicación del régimen, en el que le había precedido Adolfo Suárez.
Todos esos movimientos quedaron en nada con la muerte, en atentado etarra, del almirante Carrero Blanco, mano derecha de Franco. Fue el 20 de diciembre de 1973. La tímida apertura, apenas iniciada, quedó parada en seco y quizá fue ese uno de los efectos que buscaban los matadores del almirante, tras los cuales, a sabiendas o no de los mismos terroristas, hay quien todavía asegura percibir una longa manus trasatlántica.
Señalo, de paso: el más caracterizado hombre del régimen en Valencia, José Antonio Perelló, dijo, al cabo de unos años, cómo negoció con la compañía Ford la instalación de su fábrica en Almusafes, tarea en la que tuvo en contra, según subrayó, al gobernador civil de Valencia, Rafael Orbe, que venía de ejercer el mismo cargo en Zaragoza, donde le apoyaban la Diputación, la Cámara de Comercio, los bancos y todas las fuerzas vivas. ¡Ni se imagina lo que hizo para que la Ford fuera a Zaragoza! En efecto, en Aragón había trabado complicidades como no se recordaban con ningún ‘poncio’.
Cuando le sugerí que esa apertura a medio gas podría tener una concreción visible en Aragón, aunque no con forma de asociación, se interesó por la idea de impulsar una revista periódica. La idea no era mía, sino de Eloy, cuyos rasgos biográficos le describí. Antes que nada, quiso conocerlo directamente. Convinimos una cita, que se verificó en breve. En la entrevista, que cursó sin envaramientos, el gobernador aludió a Sartre (no citó expresamente al Hoederer de Les mains sales, pero lo que expuso como posición propia venía a reproducir, mutatis mutandis, la del personaje teatral), y manifestó su voluntad de apertura y su confianza en la evolución del régimen, afectado por visibles anquilosamientos histórica y socialmente determinantes que se la imponían. Nos pedía la recíproca: abandonar los maximalismos en pro de lo realmente posible. Eloy expuso de qué se trataba e introdujo la mención a José Antonio Labordeta (todavía no era un icono tan potente como llegó a ser), pieza que consideraba imprescindible. Orbe propuso una nueva entrevista, con José Antonio presente, y en eso quedamos. Labordeta se extrañó no poco, pero aceptó el reto y se convino el encuentro.
El día de la cita, a media mañana, ya bajo los porches del Gobierno Civil y mientras el guardia civil de puertas observaba nuestro deambular con interrupciones cada cinco o diez pasos, José Antonio se paró bruscamente y dijo, secamente: Yo ahí no entro. Hubo que perder unos minutos en decirle que, si no subía según lo acordado al despacho del gobernador, la puerta recién entreabierta quedaría cerrada y sería muy difícil recuperar la posibilidad. Yo estaba realmente enojado. Le dije que, si él no entraba, subiría yo para decirle a Orbe que se había frustrado la reunión en la puerta misma del inmueble. Era lo mínimo. Finalmente, accedió. Mucho tiempo más tarde (en 2010), di con una explicación de la circunstancia, que no había sospechado, leyendo las memorias de Eloy (al final del tomo I, p. 598): José Antonio Labordeta creía que Guillermo me había engatusado y que yo por publicar la revista haría cualquier cosa. No fue un juicio atinado en ninguna de sus dos partes, pero José Antonio mantuvo su suspicacia, según puedo ahora interpretar, durante bastante tiempo: hasta que el número 1 de Andalán salió a la calle y pudo ponerse a la venta. Labordeta era tierno y áspero: en aquel asunto usó conmigo de sus dos modos, pero de forma que nuestra amistad no se resintió, sino al contrario.
Orbe me había dicho sin rebozo que iba a utilizar mis antecedentes como aval, ante Madrid, de que la empresa no estaba en manos de radicales intratables ni de revolucionarios de salón. En 1964, aún estudiante, fui jefe del SEU (el último que hubo), y esa procedencia debería bastar. Pero no fue así. En la primavera de 1972 hubo incidentes graves en la Universidad, en la que yo había comenzado ya mi sexto año de docencia. El rector fue suspendido y, en cierto momento, denunciado como fui por el catedrático veterano que gobernaba la Facultad, hube de comparecer en el despacho rectoral, ocupado por un enviado del Ministerio a quien acompañaba un capitán de la Policía Armada. Se me requirió para dar cuenta de ciertas actitudes mías que aquella autoridad sobrevenida juzgaba subversivas: una negativa a dar clase con la fuerza armada en los pasillos -mi denunciante omitía este matiz-, una carta revelando la situación de ocupación del campus por una unidad antidisturbios llegada de Logroño, que fue publicada en un periódico vespertino sorteando la censura impuesta sobre el caso, y cosas por el estilo. También apareció, en la pared meridional de mi facultad (Filosofía y Letras) una pintada, delineada con plantilla, en la que un cerdo, con la hoz y el martillo en su interior y mi nombre escrito debajo, iba a ser degollado por una gran cuchilla adornada con una cruz celta (símbolo entonces neofascista), blandida por una mano justiciera.
Orbe intentó ayudarme -me avisó con un poco de antelación, en una llamada telefónica de alerta, de que iba a ser interrogado en el Rectorado, por iniciar una huelga y de que quizá se me abriría expediente-, pero no era todopoderoso. Hablamos un par de veces a raíz de aquello y me comunicó algo obvio: en tanto que aval de Andalán, era ya inservible. Había que encontrar otro, lo que no parecía sencillo. Pero se hizo, tal como narra Eloy: Carlos Royo-Villanova aceptó el reto. Actitud de mucho mérito, en aquellas circunstancias. Los detalles los ha expuesto Eloy y creo por eso que puedo dejar aquí esta rememoración de lo sucedido en el año natal del periódico, salvo una curiosa -hoy me lo parece- pincelada final.
Las cosas eran entonces de tal modo que la autoridad principal y última no era la del gobernador civil, sino la del capitán general. Sin discusión posible. Un día me dijeron que quería verme en su despacho. Allí fui. El militar -un destacado jefe, que había hecho toda la guerra civil mandando una fuerza de choque, con muchas bajas y condecoraciones, y ascendido varias veces por méritos de guerra- era un hombre físicamente gastado. Estuvo serio y distante, sin perder las maneras. Preliminares aparte, la cuestión fue única: ¿Puede explicarme que ha de entenderse por autonomía, que ustedes mencionan tanto? Era fácil de deducir su prevención contra el separatismo y en ese punto, que era compartido, apoyé la palanca de la explicación, que pareció dejar las cosas aclaradas. Pocos años después seguí manifestándome contra los enclenques nacionalismos aragoneses, a los que sigo combatiendo cuanto puedo. Ahora ya no son tan pretenciosos.
[1] El recuerdo que somos, págs. 598 a 600.