Cataluña, un problema español
Supongo que todos los que estamos aquí somos más o menos de izquierda; más o menos socialistas; y, por tanto, más o menos internacionalistas. Es decir, no somos nacionalistas y creemos que el nacionalismo es excluyente, porque condiciona la ciudadanía a rasgos identitarios y no reconoce derechos a quien no es de los suyos.
Así que no perderé ni un minuto en atacar a los nacionalistas catalanes. Y agradecería que tampoco lo perdiéramos luego en el coloquio.
Pero si creemos que Cataluña es parte vital de España y España no puede ser sin Cataluña, no podemos quedarnos de brazos cruzados.
¿Por qué avanza el independentismo? ¿Cómo lograr que Cataluña deje de ser un problema para España? De eso quiero que hablemos.
Quién manda en Cataluña
Hace unos días Rajoy, con esa displicencia, desprecio o cinismo, que le caracteriza respondió a una pregunta: “No se sabe quién manda allí”.
El presidente del Gobierno español habla como si Cataluña le fuera ajena, extranjera.
Es un grave problema que apenas hay discurso o debate español. El gobierno no ha hecho una sola propuesta política en toda la legislatura.
Pero la frase de Rajoy alude a otro aspecto del problema: ya no se sabe dónde está el poder en Cataluña. Parece que ya no está en la Generalitat, ni en los partidos. Desde hace unos años hay un soberanismo civil y transversal, que está más allá y más acá de los partidos, en la sociedad, civil, en la calle. Y no es la primera vez que sucede en la historia de Cataluña.
Ayer mismo vimos a la Asamblea Nacional Catalana poner fecha desde la calle a la convocatoria electoral, que es una competencia exclusiva del President.
La clave de política actual, y sobre todo futura, allí es cómo se va a traducir ese poder en las instituciones, en las próximas elecciones.
El soberanismo ha dejado atrás el nacionalismo pujolista
El nacionalismo burgués era identitario cultural. En cambio, el soberanismo actual no lucha por la conservación de la identidad nacional, sino por el ejercicio del poder.
El derecho a decidir no se centra en la identidad, sino que tiene como objetivo crear un nuevo Estado catalán y dejar de formar parte de España.
Ha quedado atrás la cultura política de resistencia nacionalista (capitaneada por Pujol), apoyada en un pasado mitificado (que no es compartido por la mayoría social).
Estamos en otra fase. El actual proceso es de proyecto, de aspiración, de horizonte. Es la voluntad de decidir el futuro.
Y las encuestas revelan un apoyo popular amplio a la consulta, muy por encima del 70%. Luego hay muchos que no son nacionalistas y quieren votar el futuro de Cataluña. En concreto, el 48,8% de quienes se siente tan españoles como catalanes desean la consulta.
Pedir un referendum no implica que uno vaya a votar a favor de la independencia. Es el caso de la mayoría de los votantes del PSC, de IC, de Podemos, de Guayem Barcelona.
Tampoco todos los nacionalistas quieren la independencia. Durán o Rigoll no la quieren.
¿Qué mueve cada vez a más gente a posicionarse a favor de la consulta y del llamado derecho a decidir? ¿Es por un sentimiento identitario, de defensa nacional? ¿O es más bien una muestra de que la ciudadanía, harta de ser acallada, quiere ser escuchada y reacciona ante la crisis política que vivimos?
Motivos del incremento del soberanismo catalán
La derrota histórica: humillación y victimismo
Bernardo Atxaga recordó en un reciente artículo sobre Escocia que el imán que más aglutina a todos los movimientos separatistas es la humillación.
Decía, citando a Isaiah Berlin, que la causa del nacionalismo son las heridas dejadas por «alguna forma de humillación colectiva». Porque «ser objeto de menosprecio (…) de vecinos orgullosos es una de las experiencias más traumáticas que pueden padecer los individuos y las sociedades. La reacción suele ser la exageración patológica de las propias virtudes, reales o imaginarias, y resentimiento y hostilidad hacia los orgullosos, los que triunfan».
Así que está también la historia, hecha de girones e injusticias, de victorias y derrotas, de aspiraciones y frustraciones. Los conflictos actuales nos remiten a la defensa de identidades agredidas: los Bálcanes, Palestina, Ucrania, Tibet o los uigures en China, los kurdos.
También Cataluña celebra las derrotas (1714, Casanova) o ejecuciones (Companys), esgrime el victimismo y siente que su identidad ha sido aplastada de siempre por el centralismo español. Aunque no solo la del siglo XX, después de la sublevación de Franco, sino todas las guerras, también la Guerra de los Segadores (1640) y la de los austracistas, fueron en realidad guerras civiles y de clase.
En el Informe nº 1 del Consell Asessor per a la Transiciò Nacional, de julio de 2013, hay una parte dedicada a la legitimidad histórica. Es el documento básico para debatir sobre ello.
Y en los últimos años han abundado el menosprecio, las medidas centralizadoras y anti-catalanas, como la LOMCE, o las provocaciones, como la de Wert de «españolizar a todos los catalanes».
La impotencia de los Estados
El proceso catalán se enmarca dentro del resurgir de los nacionalismos como respuesta a la incapacidad política de los Estados para hacer frente al capitalismo financiero y proteger a sus ciudadanos. Triunfan el Frente Nacional en Francia, el UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido), la Liga Norte en Italia, o partidos similares en Hungría, en Holanda, en Austria, y hasta en Suecia.
Se reniega de la ciudadanía estatal, porque se ha roto el pacto social y el Estado ya no garantiza el bienestar social y nos va desposeyendo de bienes y derechos que creíamos irreversibles.
Es una reacción de autodefensa. Frente a la sensación de vulnerabilidad y despojo surge la ilusión de asentar un nuevo Estado en las supuestas identidades históricas. En el mundo globalizado, cuanto más abstracto se hace el poder de los flujos globales de capital, tecnología e información, más se afirma la experiencia concreta, compartida en el territorio, en la lengua, en la religión.
En la crisis social e institucional española, lo que hace diferente a Cataluña de Madrid es que allí la irritación social se ha conducido por el camino de la independencia. El procés nace de un cabreo más que comprensible con los recortes sociales, el ajuste fiscal y un mal sistema de financiación autonómica.
La insuficiencia financiera y la insolidaridad económica
En la escasez y la austeridad ganan peso las cuestiones relacionadas con el reparto de la riqueza, con los intereses contrapuestos: quiero lo que tú tienes y no me das; o te doy para que me des… y si no me das, me voy.
Cataluña ha sido siempre una sociedad con tejido social, económico y cultural importante y diferente, con un fuerte espíritu emprendedor y poco funcionarial.
Y se queja de que financia a otros territorios españoles y no tiene los servicios que le corresponden en función de la riqueza que genera. Cataluña representa el 16% de la población española, recauda el 24% de los ingresos públicos del estado y tiene un gasto por habitante muy inferior al resto de España. Y concluyen que están subvencionando a otros que no crean riqueza.
Claro, las empresas que pagan más impuestos tienen su sede fiscal en Madrid y Barcelona. Y además, es normal que una Comunidad con menor tasa de paro recaude más impuestos y tenga menos prestaciones sociales y es normal que exista cierta transferencia a las que están peor.
Pero el neoliberalismo ha desatado la insolidaridad y la negativa a pagar impuestos para que se beneficien otros.
Piensan que vivirían mucho mejor si no tuvieran que sostener el Estado español serían la California de Europa. Este argumento convierte en independentistas a muchos que viven allí, aunque hayan nacido fuera. No son nacionalistas, pero prefieren que Cataluña se separe porque creen que ellos vivirán mejor.
Tienen razón en que hay una insuficiencia financiera y debe revisarse el sistema de financiación autonómico. Y, por ello, la Generalitat reclamó hace unos años un sistema de financiación propio como el País vasco o Navarra. ¿Por qué unos sí y otros no? Por la actual Constitución. Ahí está el problema.
El problema constitucional y el fracaso del Estatuto
Ante la UE, el problema lo tiene España. Es un asunto interno.
España es un Estado plurinacional, que no se ha constituido nunca como tal de manera estable.
Por eso, al final del franquismo la lucha por la democracia era también por la autodeterminación de los pueblos de España contra un Estado totalitario y centralista. Y no era la burguesía nacionalista, sino la izquierda (el PSC y el PSOE vasco, o el PSUC) quien llevaba la autodeterminación en sus programas.
1º El desarrollo del pacto constitucional de 1978
El Pacto constitucional de 1978 reconoció la pluralidad de «nacionalidades» (art. 2) y las diversas lenguas españolas (art. 3). Recogió también los derechos históricos de los territorios forales (D.Adic. 1ª) y los estatutos aprobados en la II República. Y transformó principio de autodeterminación (en que se había basado el Pacto de San Sebastián de 1930 y el Estatuto de autonomía de 1932) en el “principio dispositivo” para la autonomía.
Gracias a ese pacto, en Cataluña el porcentaje de votos favorables a la Constitución de 1978 fue un 91,09 %, el segundo más alto de todas las Comunidades (el promedio español fue el 88,54 por ciento. En el País Vasco 69,12%, con una participación del 55,35).
Pero hoy existe en toda España, no solo en Cataluña, un sentimiento de que el desarrollo territorial no ha sido defectuoso e insatisfactorio.
1º Porque el funcionamiento de las instituciones es deficiente y requiere cambios:
– transitoriedad del título VIII (artículos 143-158) agotada.
– necesidad de clarificar /deslindar competencias
– modelo de financiación disfuncional y discutido
– ineficiencia del Senado como Cámara territorial.
2º Porque el pacto constitucional se basaba en que el País Vasco o Cataluña no son lo mismo que otras regiones. Y el desarrollo autonómico ha borrado esa diferencia. Todas las provincias tuvieron principio de autodeterminación para constituirse en autonomías, y el afán de emulación ha traído sucesivas reformas de Estatutos que son fotocopias unos de los otros.
Fuimos conscientes de ello desde el principio y algunos nos pusimos a la tarea de reformar la Constitución en los 90, para recuperar los equilibrios originarios de la Constitución con dos principios: primero, el reconocimiento de la igualdad estricta de los ciudadanos, cuyos derechos individuales son los mismos en cualquier territorio de España. Segundo, que las Comunidades Autónomas no son todas ellas semejantes. Existe una asimetría real, cuya expresión fue parte fundamental del pacto constituyente de 1978, y que debería expresarse con mayor nitidez.
Pertenecí a esa ponencia con Joan Rigoll, que hoy preside el Pacto por el derecho a decidir. Y creo que siguen siendo válidas las ideas que entonces defendíamos y que el PP se encargó de yugular.
2º El fracaso del Estatuto
Se debe reflexionar serenamente sobre cómo y por qué se ha llegado en Cataluña al actual estado de opinión; sobre cómo se ha gestionado la pluralidad de España desde el año 2000.
Para resolver la insatisfacción catalana, cegada la reforma constitucional por la negativa del PP, se inició en 2004 la reforma del Estatuto como vía. No fue una iniciativa del pujolismo, ni de CiU, cogidos a contrapié, sino de un gobierno de izquierdas presidido por un socialista y apoyado por el presidente del gobierno español también socialista.
Me pareció un grave error. En vez de reformar la Constitución, se la quiso obviar. Y dentro de la actual Constitución no puede aumentar el poder político por vía estatutaria.
A pesar de que las Cortes Generales, lo modificaron abundantemente, el PP lo recurrió. El TC tardó 4 años y en 2010 derogó 14 artículos e interpretó los aspectos más sensibles del catalanismo en sentido contrario a la voluntad estatutaria.
Esta sentencia convenció a gran parte de la sociedad catalana y a la mayoría de sus partidos políticos de que Cataluña no cabe en España.
Es muy difícil de comprender una sentencia tan contraria a un Estatuto que fue aprobado por la 4/5 partes del Parlamento catalán; luego, por mayoría absoluta de las Cortes Generales; y por un 73,90% de los votos en referendum, a pesar de que Esquerra propugnó el no.
Para mayor agravio, el PP impugnó 42 puntos del Estatuto de Cataluña y no del de Andalucía que tienen la misma redacción. De modo que están vigentes en Andalucía varios preceptos declarados inconstitucionales en el de Cataluña (relativos al Tribunal Superior de Justicia, a la cesión de tributos y a la muerte digna).
Por ello, muchos catalanes perciben al Estado español como ajeno, cuando no hostil, a su identidad y a sus intereses.
Después de esa sentencia frustrante, Convergencia inició la deriva soberanista, el PSC entró en caída libre, Esquerra no ha parado de crecer y las movilizaciones han sustituido al papel debate político.
Claves para una solución
El reconocimiento de los hechos
La mayor parte de los conflictos políticos, y casi todas las derrotas, tienen que ver con el desconocimiento y el menosprecio del adversario. Porque solo puede llegar a ser canalizado y controlado democráticamente lo reconocido, nunca lo reprimido.
a) Es un hecho que España es un Estado plurinacional, con unos territorios que tienen lengua propia y el sentimiento y la voluntad de ser diferentes del resto de los españoles. Son minoría en el conjunto de España y nunca serán mayoría en España. Cataluña es uno de ellos.
Y, como España tiene una larga historia de dictadura y centralismo, la minoría catalana cree que la mayoría española restringe sus derechos.
b) Los independentistas no son mayoría
Hay más catalanes que, en mayor o menor medida, se sienten españoles. El CEO (Centro de Estudios de Opinión) de la propia Generalitat da que el 41% de los catalanes se sienten igualmente españoles; se perciben sólo catalanes el 27,4% y más catalanes que españoles el 21,6%. El resto, no llega al 10%, tiene se siente español no catalán.
Con estas cifras, la independencia no ganaría un referendum. Pero no se ha podido comprobar esa mayoría, porque no se ha planteado una votación con claridad y con garantías.
c) Los catalanes sí quieren decidir sobre su pertenencia a España
911 ayuntamientos de los 947 ayuntamientos catalanes (el 96,2%), que representan el 88% de la población de Cataluña, aprobaron mociones de apoyo a la consulta soberanista del 9 de noviembre. Es otro hecho con el que hay que contar.
En las tres últimas diadas, los catalanes han reiterado cada vez con más fuerza su voluntad de decidir sobre su pertenencia a España.
Y lo reclama la mayoría del Parlament.
La sociedad catalana no se resigna ante la prohibición de la consulta y el proceso de desconexión de Catalunya es mucho más que una manifestación anual y ritual de malestar.
Sin un reconocimiento de estos hechos, no habrá diálogo, ni solución política.
El pueblo soberano
a) La secesión no es un derecho.
No existe marco legal para la secesión. La Constitución española no reconoce ese derecho, la Unión Europea tampoco lo ampara ni el derecho internacional.
La unidad e integridad territorial es un principio legitimador del ordenamiento constitucional y su cuestionamiento implica la destrucción misma del Estado, de las bases constitucionales en que se asienta España. Y no puede llevarse a término más que violando la legalidad constitucional e internacional y mediante la violencia.
Carece de todo valor una declaración unilateral de independencia. Y no cabe en el derecho internacional, porque las resoluciones de Naciones Unidas solo lo contempla para los pueblos coloniales: Resolución 1514: «Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas». Lo mismo la resolución 2625, que desautoriza «cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de los estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de igualdad de derechos».
El pueblo catalán no es un sujeto soberano. Y, por tanto, carece de todo valor una declaración unilateral de independencia.
Resolver un problema de organización interna del Estado no pasa por su destrucción. Cataluña es un órgano vital para el conjunto de España, lo que hace la separación un asunto existencial.
b) No existe un derecho a decidir como tal
El llamado “derecho a decidir” es una maniobra para trasladar el debate desde el concepto resbaladizo de nación hacia el terreno más seguro de la democracia. Argumentan que no es democrático impedir que la gente decida su destino.
Pero:
1º La configuración democrática de la legitimidad no basta por sí sola. Porque una mayoría, por muy mayoría que sea, no puede acordar limitar o vulnerar los derechos de una minoría decidir sobre los derechos de una minoría. Los votos no prevalecen sobre un derecho fundamental. No es algo que se pueda someter a consulta popular.
2º Decidir, ¿qué? El derecho a decidir no tiene contenido cierto y no se acomoda a las reglas de claridad ni a las garantías que debe regir un proceso de independencia. Es una consulta sin definir previamente sus consecuencias.
Sus promotores saben que una consulta sin derechos, garantías y legalidad constitucional no vale. Pero es solo una estrategia de movilización y de presión, para situar al Estado español como antidemocrático. Es una etapa más en el dentro de una estrategia que Françesc de Carreras llama “tener paciencia e irnos cargando de razón”.
En efecto, el citado informe del Consell Assessor per a la Transició Nacional advertía ya en julio de 2013: “Se ha de tener presente que el objetivo primero y fundamental de la Generalitat habría de ser conseguir que efectivamente se pudiera convocar una consulta y, subsidiariamente, si ello no fuera así, resultara evidente, de la manera más clara posible, que el Estado es quien se niega a permitirla y que lo hace por motivos políticos, no jurídicos. Este doble objetivo es importante tanto ante los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña como de cara a la comunidad internacional”.
Como dice Laporta hoy en el País, el derecho a decidir busca que se reconozca jurídicamente al pueblo de Cataluña el título político de sujeto decisor, porque eso sería un reconocimiento institucional de su carácter de nación. Lo que en definitiva persigue es votar la pregunta, porque el mero hecho de votarla lleva consigo la creación del título para ello, la pretensión de soberanía. Da igual el resultado. El hecho de votar comporta la definición del sujeto colectivo como entidad soberana.
Pero la decisión de formar o no parte de España no la pueden votar solos los catalanes. Es una decisión de todos los españoles, porque nos afecta a todos, como le dijo Felipe González a Artur Mas en Salvados.
El núcleo del conflicto no es sobre quién tiene más votos, sino sobre qué derechos debemos proteger y qué demandas atender para que o bien una minoría no se vea como perdedora perpetua y no se cuestione continuamente la pertenencia de Cataluña a España.
No es sencillo dirimir cómo equilibrar esos derechos. Pero, desde luego, es imposible en medio de descalificaciones, de apelaciones a las vísceras, y de proclamas nacionalistas, sean españolistas o catalanistas. Cuando se oye que manifestarse pacíficamente por las calles el 11 de Septiembre equivale a “conmemorar una guerra civil”, o que a Artur Mas le falta “un fusilamiento” (pronunciada Miguel Ángel Rodríguez, el día del 74 aniversario del fusilamiento de Lluis Companys, presidente de la Generalitat de Catalunya), no solo se favorece en Cataluña a los independentistas, sino que se avivan los peores sentimientos. Y el enfrentamiento de emociones en política trae funestos.
Salir del atrincheramiento inmovilista
El Gobierno ha apelado solo a la aplicación estricta de la legalidad. Pero una respuesta solo jurídica no es adecuada al desafío, que es político.
1º, porque la legalidad es resultado de una voluntad política y debe adaptarse a las necesidades de la convivencia. La ley se puede cambiar. Y, si es necesario, se cambia.
2º, porque la legalidad no impide dialogar, proponer y negociar, como se hizo en Escocia. Rubio Llorente, que fue el letrado de la ponencia constitucional de 1978, se mostró partidario del derecho de consulta para dar cauce a la voluntad popular catalana. Él decía que, para consultar –que es potestad del gobierno- no hay que reformar la CE. Sí, para darle validez normativa al resultado de esa consulta.
La decisión de oponerse a toda consulta y a toda reforma alimenta el rechazo de la Constitución, promueve el antiespañolismo y refuerza el secesionismo.
La mejor manera de defender la Constitución, la única ya, es reformarla. En España ninguna Constitución anterior se reformó y todas fracasaron. La actual solo sobrevivirá si se reforma a tiempo.
La Constitución es el marco habilitante para hacer política y resolver conflictos. Pero la derecha la utiliza solo como un muro. Mientras no se abra una puerta, seguirán los cabezazos contra el muro, aumentará la irritación y el populismo oportunista convencerá cada vez a más catalanes de que su sitio no es España.
Una propuesta de reforma y votación
Para restar apoyo a la independencia hay que hacer más atractivo para más catalanes estar en España que independizarse. ¿Cómo?
El conflicto territorial de España solo se puede resolver con debates claros, negociaciones sinceras y actores políticos con voluntad de acuerdo.
El núcleo del conflicto es sobre qué derechos proteger y qué demandas atender para que una minoría no se vea como perdedora y no cuestione siempre la pertenencia de Cataluña a España.
Y, al final, la solución exigirá que se pronuncien tanto los catalanes por separado como el pueblo español en su conjunto.
El proceso debe incluir los siguientes pasos:
1) La reforma de la Constitución
Si no se quiere alejar cada vez más a Cataluña de España, la salida es reformar la Constitución, con las necesarias actualizaciones del modelo autonómico general, en las que coinciden todos los expertos.
Pero también incluyendo algún precepto relativo a Cataluña, reconociendo las especialidades institucionales de Cataluña y estableciendo su relación con el Estado.
Ese precepto habilitaría para una autodeterminación regulada, como defienden autores tan poco sospechosos como Muñoz Machado, Pérez Royo o Antonio Elorza.
2) La celebración de un referendum en Cataluña. Si el pueblo catalán desea votar para decidir su destino político, deberá hacerlo sobre algo concreto, clara, con garantías jurídicas y conciencia de sus efectos.
Sería mejor poner a votación un texto, en vez de una pregunta. Podría ser un nuevo Estatuto, redactado en paralelo al acuerdo constitucional, para que no haya contradicción.
3) Referendum de aprobación de la reforma constitucional.
Todos españoles votarían la reforma constitucional pactada. Pues toda reforma constitucional debe contar con la aprobación del sujeto constituyente, que es el pueblo soberano, es decir, todo el pueblo español.
Es lo que se debería haber hecho cuando se inició la reforma del estatuto. Hemos perdido no solo una década, sino mucha confianza y cada vez resulta más difícil. Pero habrá que hacerlo si no queremos que las cosas vayan peor.
No es posible ahora, con una mayoría absoluta del PP y en vísperas electorales. Ni Rajoy ni los nacionalistas catalanes han querido dialogar, porque les interesa que el conflicto soberanista sea la agenda política y oscurezca los efectos de los recortes y de su injusta política, para que así no nos enteremos bien de lo que realmente estamos perdiendo. Si los independentistas crecen gracias a los portazos del Gobierno español, la derecha española de siempre apuesta a utilizar el enfrentamiento para aglutinar a media España contra la otra media. Es la dialéctica de los buenos y malos españoles. Desaparecida la violencia de ETA, la única posibilidad de seguir en el poder que tiene, es que el conflicto catalán se encone aún más.
Lo que se necesita, en cambio, para la convivencia de todos los españoles es hacer de España un proyecto de país que funcione, que añada valor, que atraiga, que merezca la pena pertenecer a él.
Y eso requiere políticos con sentido de Estado, otro gobierno y profundas reformas institucionales.