Rojo y negro. Crónica del siglo XIX
Stendhal
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Editorial Alba, colección Clásica Maior. Barcelona, 2014
575 páginas
Durante años, mi siglo fue el diecinueve. Cerraba la puerta de mi habitación y leía las Sonatas de Valle Inclán, Ana Karenina de Tolstoi, el Werther de Goethe… Aquella etapa terminó, simbólicamente, una tarde de primavera. Estudiaba el último año de carrera en una pequeña ciudad holandesa y decidí coger un tren a Bruselas. Una vez allí, subí a un cercanías y me bajé en Waterloo. En el trayecto pasaba las últimas páginas de Rojo y negro, adquirida en una vieja edición de quiosco.
Waterloo, donde tuvo lugar la famosa batalla hace justo doscientos años, es hoy una ciudad dormitorio a pocos kilómetros de Bruselas. Llegué al atardecer, con el libro bajo el brazo. Ascendí la colina artificial de hierba coronada por un león de hierro. Yo esperaba contemplar un paisaje brumoso y solitario, similar a los cuadros de Caspar David Friedrich. Sin embargo, lo que vi fue una trama de carreteras, y sobre ellas, hileras de coches minúsculos con los faros encendidos. En su interior no había Napoleones ni Stendhales, sino hombres y mujeres normales que volvían a casa después del trabajo.
La diferencia entre lo que vi y lo que esperaba ver marcaba la distancia entre la vida y la imaginación, entre la realidad y los libros. Hoy, veinte años después, he revivido gracias a la editorial Alba aquellas horas de placer lector. Porque en la colección Alba Maior se publicó, a comienzos de temporada, una nueva versión de Rojo y negro a cargo de María Teresa Gallego Urrutia.
Además del bello diseño de la portada, el primer acierto de la edición consiste en recuperar su título original: Rojo y negro. Crónica del siglo XIX. Crónica de 1830. Stendhal quiso con él subrayar la dimensión histórica de la novela. La voluntad del autor no era otra que mostrar la realidad: la historia, pero sobre todo la intrahistoria -que al cabo viene a reflejar la primera-. Para conseguirlo, se nutrió de los periódicos de la época. Fue en la Gazette des Tribunaux en 1827 donde leyó la truculenta historia de Antoine Berthet, un joven seminarista, preceptor de niños, que atentó contra la vida de la madre, con la cual mantenía un idilio.
De Berthet nace el inmortal personaje de Julien Sorel. Y el pacto entre realidad y ficción queda sellado en un párrafo inserto al final de la novela: Para evitar entrar en el terreno de la vida privada, el autor se ha inventado una ciudad pequeña, Verrieres, y, cuando ha necesitado un obispo, un jurado o un tribunal de lo criminal, lo ha situado todo en Besancon, donde no ha estado en la vida.
Las obras maestras de la literatura se nutren de la ambigüedad. Todo lo que puede ser entendido por completo carece de interés. Sólo lo ambiguo perdura. Julien Sorel es un dechado de contradicciones. La primera es su sacerdocio confrontado con su apego por todo lo sensorial y lo sentimental. Ama la belleza, es un joven apasionado, pero al mismo tiempo es ambicioso, calculador. La sotana negra que viste cada mañana no es sino un disfraz bajo el que oculta su verdadero yo.
A Julien le hubiera gustado ser soldado en vez de cura, pero la derrota de su admirado Bonaparte en Waterloo y el inicio de la Restauración lo convierten en un hombre subterráneo, obligado a esconder sus ideas para prosperar en la pacata sociedad absolutista. Su venganza frente a la Corona y el clero no sera otra que el amor por la Señora de Renal, mujer del alcalde de Verrieres; y más tarde por Mathilde, hija del marqués de La Mole. Las dos mujeres se convierten en protagonistas de ambas partes de la novela. En el afán por encarnar la época, la primera representa a la burguesía provinciana; la segunda, en cambio, a la aristocracia parisina.
La novela debe su fuerza a los contrastes, y a nuestra imposibilidad de entender del todo la personalidad de Sorel. Como tampoco entendemos la personalidad de Bonaparte: un tirano que expandió el liberalismo y redactó el Código del Civil. Después de sus lances amorosos, Julien se retira a su celda y lee el Memorial de Santa Elena, comparando ingenuamente sus triunfos sentimentales con las campañas napoleónicas.
La traducción de María Teresa Gallego Urrutia me ha parecido excelente, una oportunidad para adentrarse en este gran clásico que es, como reza su título, la crónica de todo un siglo. A Sthendal le gustaban las frases misteriosas. Todavía hoy no conocemos el significado exacto del título, Le rouge et le noir, sobre el cual existen diversas hipótesis. Yo quisiera subrayar otra de esas frases enigmáticas, la dedicatoria en inglés que inserta el autor al final de la primera y la segunda parte: “To the happy few”: “A la feliz minoría”.
Esa «feliz minoría» que formamos todos los lectores y lectoras. Todos aquellos que surcamos carreteras al atardecer, con los faros encendidos, y tenemos el privilegio de poder abrir Rojo y negro al llegar a casa.