La religión y Napoleón
Uno de los aspectos más importantes de la política interior de Napoleón fue el relacionado con el Papado y la religión católica. Napoleón comprendió que para fortalecer su poder tenía que llegar a acuerdos con otro poder evidente, el de la Iglesia Católica, que le podía causar serios problemas. El acercamiento, por lo tanto, tenía razones políticas y no estrictamente religiosas.
La Revolución Francesa y la Iglesia habían entrado en un conflicto intenso por la política laica emprendida por el Estado y, especialmente a raíz de la Constitución Civil del Clero, que había creado una profunda división en el seno de la Iglesia. Por un lado estaba la Iglesia Constitucional y por otra el clero refractario que se había negado jurar fidelidad al Estado para seguir siendo fiel a Roma. Para Napoleón esta tensión debía superarse. Era consciente que, aunque él podía estar de acuerdo con el laicismo revolucionario, la mayoría de la población francesa era católica, y no parecía aconsejable continuar con la política revolucionaria. De ese modo, podía ganarse el apoyo del clero y del Papado.
La coyuntura para alcanzar un acuerdo comenzó a fraguarse después de las victorias de Marengo y Hohenlinden sobre los austriacos porque le dieron fuerza a Napoleón. Por otro lado, el nuevo Papa, Pío VII, había demostrado ser más tolerante que su antecesor. El pontífice era consciente, por su parte, del creciente poder militar de Napoleón. Así pues, por distintas razones ambos personajes terminaron por acercar posturas y comenzaron a negociar.
Las negociaciones fueron complicadas porque Francia y Roma partían de un fuerte desencuentro. Al final, se firmó un Concordato el 16 de julio de 1801. Por el mismo, el Papa reconocía a la República francesa, por lo que se rompía la tradicional alianza que tenía con las monarquías absolutas enfrentadas a la Francia revolucionaria. De ese modo, Napoleón obtenía un primer éxito internacional y también en clave interna al dejar desarmados a los realistas franceses. Además, se confirmaban las ventas de los bienes del clero. El Estado francés se comprometía, por su parte, a pagar al clero. El Papa se comprometía a pedir la dimisión de los obispos refractarios y Napoleón haría lo mismo con los constitucionalistas. Se nombrarían nuevos obispos por el Estado pero confirmados por el Papa. Los sacerdotes serían nombrados por los obispos. Las diócesis se adaptarían a la división en departamentos de Francia.
Curiosamente, el Concordato dejó fuera la cuestión del clero regular, que había sido el más perjudicado por la política laica y la secularización en tiempos de la Revolución. Tampoco se trató las cuestiones del laicismo del Estado y de la libertad de cultos, pero que debieron quedar implícitas. En este sentido, Francia regularía los otros cultos posteriormente, el calvinismo, el luteranismo y el judaísmo.
El primer análisis de este Concordato nos permite comprobar el éxito de Napoleón, el principal beneficiario, aunque, en realidad, a largo plazo fue la Iglesia la que más provecho sacó porque Roma recuperó un poder sobre la Iglesia Francesa que había perdido no sólo con la Revolución sino desde hacía mucho tiempo antes por la tradición galicana, especialmente desde Luis XIV.