UN DÍA CUALQUIERA EN UN INSTITUTO DE LOS AÑOS 60
Los que rondamos los 40, 50 o 60 años, incluso más, fuimos alumnos, sobre todo los de extracción humilde, en los institutos de la dictadura franquista. Los de las clases pudientes iban a colegios religiosos. Tanto en unos como en otros se impartía una enseñanza confesionalmente católica, que trataba de inculcarlos todo conjunto de valores. Sobre todo, era para ensalzar la figura y el papel salvador de Franco, que venía a restaurar una nueva etapa en nuestra historia, frente a la etapa anterior de la II República que había desvirtuado los valores auténticos de nuestra Patria. Ahora comenzaba un nuevo Amanecer. Por ello, hubo un diario titulado y editado en Zaragoza Amanecer: diario aragonés del Movimiento (1936-1979). Fue extraordinaria la habilidad de toda la cúpula dirigente del Ministerio de Educación de la dictadura franquista para diseñar los planes de estudio, tanto de los contenidos como de los valores a transmitir.
Un día de clase de bachillerato del Instituto Goya, a finales de los 60, fue poco más o menos así. A primera hora Formación del Espíritu Nacional impartida por un militar, el conocidísimo Valenzuela. Un lavado de cerebro y siembra de valores eternos. Nos hablaba de Marcelino Pan y Vino, Guzmán el Bueno, el Cid Campeador, los Reyes Católicos, José Antonio Primo de Rivera y Franco, entre otros. La historia de Guzmán el Bueno capaz de sacrificar la vida de su hijo por la defensa de la patria. Cristóbal Colón que llegó a América, gracias a la Reina Católica que vendió sus joyas. A Pizarro y Hernán Cortes que junto la espada portaban el crucifijo para bautizar a los infieles. Todas estas historias, por su alto contenido de valores patrióticos, era algo imborrable. Todavía recuerdo al profesor de FEN contarnos cómo los comunistas soviéticos confabulados con la calaña roja española, se habían llevado a espuertas el oro del Banco de España. E incluso, nos llegó a decir que si había voluntarios estaba dispuesto a encabezarlos en una especie de Cruzada hasta Moscú para su recuperación. Un compañero de pupitre me decía que el se ofrecía, tal era el espíritu de efervescencia patriótica. Yo tenía mis dudas.
Proseguíamos con Religión, impartida por un canónigo del Pilar, de apodo el Torero con una sotana espléndida y perfectamente planchada, nada parecida a la de Dominé Cabra del Buscón. Nos contaba muchas cosas. Una inolvidable era la del Limbo. Ahora ya no existe. La distinción sutilísima entre pecado venial y mortal, para distinguir el Purgatorio del Infierno. El pecado por deseo, cuando mirabas a una chica guapa con lascivia. Nos advertía de los peligros de ver determinadas películas. Las había blancas, para todos los públicos; azules, para mayores de 14; y las rosas y granas para mayores de 18 años. Casi se me olvida la última. Nos acongojaba de sufrir ceguera si practicábamos el onanismo.
Al recreo, bajabas aprisa y corriendo al patio, vigilado por el conserje jubilado de la Guardia Civil, que podía soltarte un bofetón. ¡Esos eran conserjes! Pasaba el rato de asueto, formados en filas como en un cuartel, subíamos a nuestras clases.
La Historia nos la impartía el profesor Navarro, no muy agraciado. Nos soltaba unas soflamas patrióticas, que hacían temblar hasta las paredes. El lusitano Viriato era nuestro primer héroe, capaz de vencer a los romanos, hasta que fue vilmente traicionado. Numancia era otro momento glorioso. La morisma, a la que Pelayo y los Reyes Católicos echaron de nuestra patria, con la ayuda de Santiago Matamoros, y así pudimos conservar nuestra pureza racial. La expulsión de los judíos era justificada por asesinos de Jesucristo. La reina Isabel no se cambió de ropa hasta conquistar Granada. El descubrimiento de América, la hazaña más grande de la historia. Las batallas de Pavía, Lepanto no faltaban. El imperio de Felipe II, en el que nunca se ponía el sol. La Guerra de Independencia, en la que nos cargamos a Napoleón y paramos la Revolución y así pudimos continuar siendo la reserva espiritual de Europa. Y Franco, enviado por Dios, que nos había salvado del contubernio judeo-comunista.
La clase de literatura española era impartida por el catedrático Alda, más liberal y hasta contaba chistes. Nos relataba chismorreos literarios, como que Bécquer había muerto de sífilis, no de tuberculosis. La morriña de Rosalía de Castro se debía a que uno de sus progenitores era eclesiástico. El Poema del Mío Cid, los Milagros de Nuestra Señora de Berceo, el Romancero. Los libros del Buen Amor y La Celestina se pasaban rápido. Nos prohibía leer el Decamerón de Bocaccio. Obviamente no era obedecido. El teatro del Siglo de Oro, que servía para destacar el honor y el espíritu monárquico. Aquí debíamos leer a Lope y a Calderón, y sobre todo, La Vida es sueño, tan divertido como el Poema del Mío Cid. El Quijote tampoco podía faltar. Espronceda, Bécquer y Zorrilla también eran estudiados. Al siglo XX no se llegaba nunca. Recuerdo que a la llegada de la primavera nos daba permiso para ausentarnos y nos instaba a pasear por el parque Primo de Rivera.
Después de tan profundo trabajo intelectual, se acababa la mañana con la clase de Gimnasia, todavía no se hablaba de Educación Física. Teníamos a dos profesores, militares retirados, Sendino y Murga. Se iniciaba la clase cantando el Cara el Sol. Allí se corría mucho. Se saltaban todo tipo de aparatos, de lo contrario podíamos sufrir terribles vergazos o los improperios más ininteligibles. Así transcurría una mañana cualquiera. La tarde era incluso mejor.
A las 15,25 a golpe de sirena, nos colocábamos todos en filas como en un cuartel, preparados ya para empezar las clases vespertinas, que solían estar dedicadas al mundo clásico.
Con una puntualidad milimétrica llegaba nuestro profesor de latín, muy querido y respetado, apellidado Gormaz. Buena persona, rara vez se enfadaba; y al que todos queríamos. Traducíamos a Julio Cesar, Bello Gallico… Casi todas las frases empezaban con el clásico ablativo absoluto: victis gallis, tras el cual pasaba el puente Julio Cesar. ¡Qué torpes eran los galos de entonces! Los análisis morfológicos eran pesados y más a las cuatro de la tarde. A unos nos tocaba el complemento directo, a otros el locativo o el ablativo instrumental. El gerundio o gerundivo eran complicados. Luego los análisis sintácticos. Que si la oración principal y la subordinada. Entre estas últimas; una era final con subjuntivo y la otra concesiva. Todavía tenía tiempo para una ración de instituciones romanas: las legiones, el derecho o la forja del imperio. Sin interrupción ni pausa entraba con dos libros sobados y mugrientos bajo el brazo el profesor de griego, muy culto. Recuerdo su nombre completo, Serafín Agud. Ver cómo explicaba los aoristos, el dual o las declinaciones, era algo que ha estado al alcance de unos pocos privilegiados. La Ilíada la traducíamos un día tras otro, por lo que no tenía secretos pata nosotros. Los análisis etimológicos eran su preferencia, sin olvidar los morfológicos o sintácticos. A veces, perdía la paciencia si veía que sus explicaciones no eran captadas por sus discípulos. Entonces enfurecido y fuera de sí lanzaba unos insultos e improperios, tremendamente originales, aunque con dosis de crueldad: prófugo del arado. Nunca podré olvidar cómo nos contaba el Paso de las Termópilas, la vida de los ilotas espartanos o la explosión artística del Partenón, gracias a Fidias y Pericles.
Podría seguir contando otras muchas experiencias de aquellos días escolares en mi Instituto. De verdad, lo habrán comprobado que no las he podido olvidar ni pienso que lo haga nunca. Así fue aquella época. No se volverá a repetir jamás.