21/04/2017

La isla de los muertos

genre_symbolism_ba_e_3d_49242_1604141155_id_1026434La editorial Taschen, especializada en libros de arte, tiene su sede en Colonia, República Federal de Alemania; sin embargo, siguiendo la lógica de las multinacionales, produce sus libros en lugares como Eslovaquia y los edita en idiomas como el español para distribuirlos en Latinoamérica. Ese es, concretamente, el caso del volumen que tengo entre mis manos, escuetamente titulado “Simbolismo”. Hace poco he tenido noticia de la singular política comercial de Taschen: no sirve pedidos a las librerías, sino que vende únicamente por internet. Sólo en ocasiones aparece de pronto una partida de ejemplares en librerías de saldo o en drugstores. La partida desaparece con la misma facilidad con la que apareció. Si de pronto uno pregunta por el volumen dedicado al surrealista René Magritte, por ejemplo, le digan que sólo se encuentra disponible en neerlandés. Varios meses más tarde, lo encontrará en castellano en una tienda de la cadena Vips.

“Simbolismo” recorre la pintura de finales del XIX y comienzos del XX en Europa y Norteamérica. Partiendo de las características comunes del movimiento -cuyo manifiesto fundacional, escrito por el poeta Jean Moreas (1856-1910), publicó Le Figaró el 18 de septiembre de 1886-, el libro de Taschen subraya en breves comentarios las obras de treinta y dos pintores. Algunos son tan conocidos como Picasso, Gauguin o Munch. Otros también son recordados, aunque tal vez sólo por los aficionado al arte: Klimt, Redon o Whistler. El resto, sin embargo, son desconocidos para la mayoría y sólo serán conocidos por historiadores o por los curiosos que deseen consultar enciclopedias o teclear sus nombres en internet. En general, al margen de los autores citados, la pintura simbolista resulta anticuada, se aferra a un romanticismo que hoy carece de interés. Como ejemplo de ello puede observarse la fea portada del libro, tomada del cuadro «Proserpina», de Dante Gabriel Rossetti, muestra de una estética trasnochada.

La isla de los muertos, Armold Böcklin, versión segunda

Sin embargo, en ocasiones  aparece un cuadro que, sin pertenecer a los grandes maestros, llama nuestra atención porque parece condensar el significado profundo del movimiento. Es el caso de una obra del suizo Arnold Böcklin titulada “La isla de los muertos”. Böcklin perteneció al grupo de los “romanos alemanes”, artistas que encontraron su plenitud en Italia, “el país de la nostalgia”. Pese a su desconocimiento actual, fue un pintor muy admirado a finales del XIX por combinar en sus obras pasado y presente, sueño y realidad, figuras míticas y naturalistas.

De “La isla de los muertos” su autor pintó hasta cinco versiones, entre las cuales prefiero la segunda, la reproducida en “Simbolismo”: aquella en la que bajo un cielo nocturno la isla de los muertos se representa bañada por una luz crepuscular. Debe subrayarse la irrealidad del planteamiento, la deriva onírica que adquiere la imagen. Otro de los aspectos lumínicos irreales es el contraste entre la negrura del cielo  y la luminosidad del monje, o del sarcófago cubierto por una especie de sudario que, atravesado sobre un bote, avanza por las aguas en calma. Todo es quietud, no hay apenas oleaje. El templo o cementerio de la isla, excavado en la roca, no es menos onírico que esos cipreses que parecen crecer en el agua y se elevan por encima de los farallones.

La isla de la muertos, Arnold Böcklin, versión tercera

Un europeo asociará la imagen con la mitología grecolatina: las aguas se parecen a la laguna Estigia, el barquero a Caronte. La isla sería el Hades, aunque en realidad se parezca más a un cementerio, pues no se ven almas en pena vagando por el lugar. Pero, si nosotros pensamos en los mitos grecolatinos al ver el cuadro, ¿qué pensarán un hindú o un musulmán? Probablemente asociarán la imagen a elementos de sus propias mitologías similares a las nuestras pero con ligeros matices.

Al romperse la coincidencia entre la imagen presentada por el cuadro y el relato mitológico conocido, dicho relato debe construirse de nuevo, pero esta vez no en la mitología, sino en nuestra propia imaginación. Y nos preguntamos quién es el monje de hábito o túnica blanca; quién es la barquera; cómo pueden portar un féretro cruzado sobre un bote o por qué la luz baña la isla bajo el cielo nocturno.

La respuesta a todas estas preguntas hilaría un relato, pero resulta que el observador no está interesado en ese relato, porque prefiere el misterio de no explicarse el cuadro, el misterio resulta mucho más fecundo que su explicación. De este modo, “La isla de los muertos” encarna el ideal simbolista: el contenido sin el continente; el significado sin el significante. La idea o el símbolo sin su referente habitual.