La Iglesia Católica en la encrucijada del siglo XIX

Anillo del pescador de León XIII (Wikipedia)
La Iglesia Católica se vio enfrentada a serios problemas en el siglo XIX, cuestionando, claramente su poder e influencia en el mundo occidental, como, seguramente, no le había ocurrido nunca en su dilatada historia. Existieron diversas amenazas o ataques en distintos ámbitos. En primer lugar, habría que citar la secularización, un largo proceso iniciado siglos atrás, y que la Ilustración aceleró. Con el nuevo siglo el Estado fue asumiendo tareas antes casi monopolizadas por la Iglesia: asistencia social y educación. Así pues, una parte considerable de las masas o del pueblo comenzaron a considerar la religión o la Iglesia como algo superfluo o propio para las clases dirigentes. En relación con la secularización habría que citar el desarrollo del liberalismo democrático, del socialismo marxista y del anarquismo que, de distintas formas atacaron o se separaron del hecho religioso. Gran parte del proletariado abrazó las nuevas ideologías que ocuparon el lugar antes casi monopolizado por el púlpito. El anticlericalismo en el siglo XIX vivió un momento de auge, tanto en su versión ideológica y política, como en la violenta y más popular. La Iglesia solamente encontró refugio en el mundo rural, más apegado a las tradiciones.
El nacionalismo, otras de las ideologías con más fuerza del siglo XIX, influyó también en el auge del descreimiento religioso, especialmente en relación con la Iglesia Católica, al considerar que era un poder supranacional por encima de las obediencias al estado-nacional y que podría relativizar el patriotismo. En este sentido, es importante destacar el conflicto entre la Santa Sede y el nuevo Estado italiano, surgido de un largo proceso de unificación, con un papado considerándose prisionero en el Vaticano. Pero conviene matizar el supuesto enfrentamiento entre los estados y la Iglesia Católica Los Estados católicos europeos y la Iglesia Católica intentaron llegar a acuerdos después del asentamiento de la revolución liberal. En España, la Iglesia española terminó por ser un pilar de la Restauración borbónica, aunque no podamos olvidar los conflictos que surgirían a comienzos del siglo XX con una parte del sistema político, favorable a contener el poder eclesiástico en los ámbitos educativos y de las mentalidades; recordemos, en este sentido la política religiosa de un Canalejas, por ejemplo. Por su parte, en Italia habrá que esperar al fascismo para llegar a una entente entre el estado italiano y la Iglesia. El caso francés siempre fue complejo, dada su tendencia al laicismo, especialmente cuando triunfó la III República. Con los Estados no oficialmente o tradicionalmente católcios las relaciones fueron más complejas, como lo demuestra el conocido conflicto del Kulturkampf en la Alemania de Bismarck, una política claramente anticatólica del canciller y que solamente pudo superarse gracias a las dotes diplomáticas de León XIII.
El desarrollo económico, propio de las dos fases de la revolución industrial, generó una época caracterizada por el triunfo de la tecnología con una interminable lista de inventos y aplicaciones prácticas que fascinaron al mundo y que podían ser consideradas como unas maravillas más importantes que las que había suministrado tradicionalmente la religión católica. La fe en el progreso ilimitado atacaba, también, principios religiosos. La ciencia había posibilitado este triunfo tecnológico, pero sobre todo, se desarrolló en constante enfrentamiento con la religión, generando una hostilidad mutua. No olvidemos, además, que en esta época asistimos al triunfo del positivismo, un sistema filosófico que solamente admitía el método experimental, negándose a aceptar toda verdad que no procediera de la observación directa del mundo sensible y de la experimentación, negando la existencia de un mundo trascendente.
En el último tercio del siglo XIX había crecido el número de occidentales que desconfiaban o repudiaban la religión: gran parte de los intelectuales y científicos, los profesores de universidad, así como un sector del periodismo y de la clase política.
La Iglesia Católica reaccionó reforzando sus posturas tradicionales, contemporizando muy poco con las nuevas tendencias políticas, sociales, económicas, científicas y tecnológicas, a pesar de que eso le hizo perder influencia. En la época de las revoluciones liberales, el papa Gregorio XVI publicó la encíclica Mirari vos (1832) en la que defendía la validez de la alianza entre el altar y el trono contra el liberalismo y los derechos, especialmente, los de opinión, pensamiento y de prensa. En la encíclica Quanta Cura y en el documento Syllabus (1864) el papa Pío IX condenó sin paliativos el materialismo filosófico, el agnosticismo, el liberalismo, además de dejar claro que no era posible una reconciliación del papado con las nuevas tendencias de la civilización occidental. En el Concilio Vaticano I se estableció el dogma de la infalibilidad papal (1870), generando no poco malestar en algunos sectores católicos franceses, alemanes y británicos, propicios a contemporizar con los tiempos.
La Iglesia Católica encontró en León XIII un papa que realizó un gran esfuerzo para adaptar la institución a los profundos cambios políticos, económicos, sociales y culturales que ya no podían seguir siendo atacados sistemáticamente o ignorados. La gran aportación del nuevo papa tuvo que ver con la cuestión social generada, y que había sido desatendida por la Iglesia o ante la que se había respondido con argumentos propios de la época del Antiguo Régimen. Algunos eclesiásticos comenzaron, en la segunda mitad del siglo XIX, a interesarse por los asuntos sociales y allanaron el camino para que cambiara la política de la Iglesia en esta materia. En este sentido, destacó el obispo de Maguncia, monseñor Ketteler. Estaba convencido que las soluciones a la cuestión social tenían que partir desde abajo y que el Estado debía, solamente, desempeñar un papel subsidiario. Para ello, impulsó la creación de organizaciones obreras.
Por fin, en 1891 el papa León XIII publicó la encíclica Rerum Novarum. En esta encíclica se trazaron las líneas fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, condenando los excesos del capitalismo, pero también la lucha de clases. La Iglesia defendía la existencia de la propiedad privada y rechazaba el socialismo porque lo consideraba erróneo y materialista. Pero la encíclica pretendía que se alcanzase la convivencia social a través de la justicia y la caridad como medios para solucionar los conflictos. El Estado debía garantizar los derechos de los más desfavorecidos, proteger el trabajo y promover una legislación social. Esta idea estaría en el origen del surgimiento de la democracia cristiana. Pero, además, la Iglesia promovió la creación de sindicatos católicos. El movimiento obrero consideró que la encíclica llegaba tarde y acusó a la Iglesia de oportunista, además de tachar de amarillistas a los sindicatos católicos. Pero, sin lugar a dudas, supuso una clara adaptación a los nuevos tiempos.
A finales del siglo XIX, los principios religiosos comenzarán a ser, de nuevo valorados, a pesar del evidente crecimiento del descreimiento y del anticlericalismo.