El insulto, ¿una estrategia política?
Insultar, según el Diccionario, es dirigir a alguien o contra alguien palabras, expresiones o gestos con intención de lastimar u ofender. Hay insultos que parten de una intención premeditada de desprestigio del adversario; otros, se producen en momentos de excitación en el calor de una discusión. Insultos de los dos tipos parecen haberse hecho habituales en los debates entre nuestros políticos.
Cuando Pedro Sánchez acusó a Rajoy de no ser persona decente, Pablo Iglesias aludió a la cal viva, o Pablo Casado consideró a Sánchez partícipe y responsable del golpe de Estado catalán, es evidente que todos ellos habían preparado su intervención con frialdad para ofender y desacreditar a su adversario ante la opinión pública.
Otras veces, el insulto surge de la irritación y el enardecimiento producidos en el curso de una discusión. En los debates en el Congreso de los Diputados, sea en Pleno o en Comisión, se utilizan epítetos como gánster, gilipollas, palmera, imbécil, mezquino o miserable. En nuestras Cortes de Aragón, a miembros del PP se les ha tachado de desleales, inútiles, irresponsables o sicarios de los poderosos, mientras que a los del PSOE se les ha calificado de sectarios, esquizofrénicos políticos, mentirosos o cobardes.
Y en el Ayuntamiento de Zaragoza vienen siendo habituales bochornosos debates, con entrecruzamiento de adjetivos como payaso, fascista, caradura, homófobo, mamarracho, demagogo, mafioso, mierdas, infecto.
La utilización del insulto como recurso dialéctico desacredita al que lo utiliza, porque revela que está falto de razones, carece de capacidad para desvelar las contradicciones del adversario y para desconcertarlo con fina ironía. Aunque pueda ser útil ante los oyentes que están incondicionalmente del lado del que profiere los insultos, e incluso los jalea. Ese tipo de debate grueso resulta estéril, y supone una falta de respeto y consideración a la Institución que se representa y a los ciudadanos representados
El filósofo alemán Schopenhauer ya comentó en 1831, en un librito titulado “El arte de tener razón”, su opinión al respecto. Analiza hasta 38 estrategias para lograr tener siempre razón, justa o injustamente, en una discusión, cuando quien discute no combate en pro de la verdad, sino de su tesis. Tras exponer treinta y siete estratagemas muy variadas con tal fin, plantea una última, propia de gente vulgar, en estos términos:
“Cuando se advierte que el adversario es superior y que uno no conseguirá llevar razón, personalícese, séase ofensivo, grosero. El personalizar consiste en que uno se aparta del objeto de la discusión y ataca de algún modo al contendiente y a su persona…Esta regla goza de gran predicamento porque cualquiera es capaz de ejercerla…”
Pues bien, nuestros representantes debieran renunciar a practicar el insulto. En todas las Instituciones hay suficientes y graves problemas a resolver como para perder el tiempo en trifulcas personales, que crispan las relaciones y dificultan los acuerdos. El que sepa hacerlo, que exponga sus razones con toda la contundencia y crudeza necesarias, pero deje de utilizar el fácil y degradante recurso del insulto personal.