Por el país de las chamineras
Graham Greene en su obra «Inglaterra me ha hecho así» reconocía que la influencia de una tierra, un paisaje, un clima, una Historia, habían determinado, de una manera decisiva, su personalidad y la de sus paisanos. Esto, que vale para Inglaterra -nos diría R. Andolz al respecto- no lo es menos para nuestra tierra. Con una diferencia: El Alto Aragón, con el fenómeno migratorio, se ha quedado casi desierto, pues lo más importante en un país es la riqueza humana.
En este libro el caminante J. Damián, serrablés de naturaleza y oriundo de los alcores de Marcuello, nos lleva, en sus andanzas, por una cincuentena de caseríos a través de valles y somontanos oscenses. Se deja seguir y nos hace, igual que el agua, de espejo introspectivo y conciencia del paisaje. Con el hondón del alma en ofrenda, aliviada la vista y las sienes al cierzo purificado de los puertos, nos anima a sentir el ritmo vital de sus pensamientos. El viajero, recogiéndose cenobíticamente, alcanza para sí un vericueto hacia las contemplaciones y para el lector una atestación de sus huellas. Bosques, caminos, trochas, poblados, silencios, vidas ausentes, amplían el panorama y los espacios oreados de la narración. Narrativa de lenguaje épico, epopéyico, esplendente y dolorido, en el que laten radiantes pulsaciones poéticas. Todo el entramado del relato está tejido con filamentos líricos.
Este argonauta de parajes alcanza imágenes rotundas, contundentes, cautivadoras de todos los sentidos y acaparadoras de toda clase de tropos. Metáforas destellantes tan cercanas que llegamos a sentir la respiración, la soledad, la frustración, la verdad y la pasión del relator. Aspirando el aire que baja de las cumbres, recuerda, evoca, hace presentes las cosas perdidas. Con nitidez elegíaca, se subleva poéticamente en cada estancia, en cada espacio, en cada ámbito, por más que el pasado no pueda volver. Textos sutiles de gran consideración por los detalles rociados de centelleos estéticos y éticos, que pretenden concienciar haciendo verdad aquello tan unamunesco de que el campo es una lección de piedad, serenidad, humildad, resignación y amor. «Ética de lo sublime, una sublimación de lo subliminal» -apostillaría Ortiz Osés.
Prosa salpicada de mitologías, aderezada con aforismos y salpimentada de paradojas e ironías. Como un aedo helénico, que lo es, el andariego consigue temblores cálidos, instantes inefables, pálpitos espirituales en contextos hirientes y patéticos. Pero también percibe que lo permanente, el espíritu de la montaña, en ocasiones, no se puede expresar en plenitud con la lengua de las llanuras. Por ello recurre, a veces, en ejercicio de libertad y salvaguardia de su pasado, al encuentro con su identidad lingüística, personal y colectiva. Como él mismo reconocerá, tiene un mal presentimiento: «Sobrepuerto es una vasta glosa de romances muertos». El hálito de la palabra prodigiosa de los montañeses no ha sido ocupado por el castellano. Es mucho peor: ha sido sustituido por el silencio.
Toda la obra de este giróvago es una visión melancólica y conmovedora del reposo final. Los lugares, sepulcros vacíos, dejan el alma en vilo, el adiós abortado, la última muestra de amor. Pero J. Damián, devoto peregrino romero, presiente un cambio, una pascua, una muda, una resurrectio y se empeña en devolver al ser humano el misterio del tiempo no lineal, cíclico (el uróboro), principio y fin de un mismo punto. Siglos que fueron y ¿quién sabe? si siglos por venir. Pirineo y prepirineo son un continuum del virgiliano etiam ruinae peribunt (hasta las ruinas perecerán). Y de nuevo hay que revivirse en palabras de Unamuno: «Hasta una ruina puede ser una esperanza».
En estas páginas se podría confirmar lo de que siempre hemos ansiado vivir aquello que se nos ha escapado. Su autor, seguramente, estaría conforme con el eterno retorno de Nietzsche, eterno regresar a un tiempo y a un espacio en el que siempre estamos sucediendo. Sin ese pasado no existiría el ahora. En ese «ahora» no se oyen las campanas como signo de resistencia al silencio mortuorio montañés y los goznes son los últimos nidos de palabras. Hubo una campana famosa que tampoco sonó, pero se oyó muy lejos. Alto Aragón vacío, vacuo, huero: una monumental profética escultura de Gargallo. Pero «Todo espíritu ansía eternidad» -sentenciaría nuestro Cajal.