Prisión permanente ¿Justicia o venganza?
Acaba de imponerse en Aragón, por primera vez, en el caso del asesinato de la niña Naiara, la pena de prisión permanente revisable. La introducción en el Código Penal de esta pena se produjo en el año 2015, tras la aprobación de la Ley Orgánica 1/2015, lo cual fue posible porque votaron a favor los parlamentarios del Partido Popular, que entonces tenía la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. Todos los demás partidos presentes en la Cámara se opusieron.
Esta pena se pretende justificar, en primer lugar, por la finalidad de prevención general que tiene el Derecho penal, esto es, por la influencia que las penas deben tener en los ciudadanos para que se abstengan de cometer delitos, por miedo al castigo. Sin embargo, ello no se sostiene si tenemos en cuenta que la dureza de las penas no siempre genera una disminución de los delitos, como ha quedado empíricamente demostrado con estadísticas totalmente fiables.
Un segundo argumento que se utilizó es que esta pena ya estaba vigente en otros sistemas de nuestro entorno. Y es cierto, algunos países europeos la tenían, pero lo que no se dice es que, en España, la posible “revisión” de la prisión permanente se ha fijado, según la gravedad del delito al que se aplica, en 25 o, en su caso, 35 años, mientras que en esos otros países se reducen ostensiblemente los plazos –por ejemplo, 7 años en Irlanda, 10 en Suecia, 12 en Dinamarca y Finlandia, 15 en Austria y Alemania, o 18 en Francia-. Una vez más hemos vuelto a ser campeones en esa búsqueda de la dureza extrema con que ya desde la vigencia del Código Penal de 1995 (el comúnmente denominado Código Penal de la democracia) venimos afrontando las sucesivas reformas penales.
No hay que olvidar que, según dispone el artículo 25.2 de nuestra Carta Magna, las penas privativas de libertad «estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social«. Consecuentemente, cualquiera que sea su interpretación, esta finalidad definida constitucionalmente es incompatible con las penas desproporcionadas o excesivamente duras, y la prisión permanente lo es.
Parece evidente que lo que se buscaba con esta reforma penal era, sobre todo, rédito político, y se consiguió, ciertamente, fundamentalmente porque lo que hicieron sus promotores fue recoger el clamor de la calle, donde la «mano dura», como principio de política criminal, suele ganar siempre. Ahí están las encuestas para corroborarlo. Concretamente, en una publicada en el periódico El Mundo en enero del año pasado, cuando la recogida de firmas para que no se derogara la prisión permanente revisable se aproximaba a la cifra de tres millones, el resultado fue que un 63% de los ciudadanos estaba en esa línea de la no derogación, porcentaje que, además, provenía de una especie de consenso de los votantes de todos los partidos. Si, lamentablemente, incluidos los votantes de todas aquellas formaciones políticas que votaron en contra de la reforma cuando fue aprobada en marzo de 2015.
Los resultados que arrojan esta clase de encuestas no debería sorprendernos, sobre todo porque es patente el desconocimiento o la desinformación de que es objeto el común de los ciudadanos sobre la justicia penal. Parece oportuno recordar que en España, siendo un país con una tasa de criminalidad muy inferior a la media, incluso a la de países considerados muy seguros, como Suecia, Dinamarca o Finlandia, tenemos un Código Penal de los más severos, lo que genera, lógicamente, una mayor tasa de población reclusa y, en definitiva, mayores dificultades para el éxito de programas de reinserción aplicables a los penados.
Relacionado con ello, no deja de ser preocupante que fuera un grupo de presión de la calle, encabezado por los padres de víctimas de crímenes, ciertamente execrables, el que consiguiera que el partido político que entonces, en el año 2015, tenía la mayoría absoluta de implantación en el Congreso, introdujera esta pena. Por supuesto, es comprensible la actitud de esos padres, ante la gran tragedia por la que habían pasado, pero de ahí a postularse a su lado para orientar en un sentido determinado la política criminal de nuestro país, introduciendo una pena como esta, tan dura como innecesaria, hay todo un trecho.
En definitiva, partiendo de la regulación actual, es patente la incompatibilidad de la prisión permanente con el mandato de resocialización que nuestra Constitución prevé para las penas privativas de libertad. Y por tanto, quien entienda que una solución integral al problema de la delincuencia pasa exclusivamente por el castigo, habrá de ser consciente de que esa es una respuesta punitiva de venganza, más que de justicia, incompatible con el sistema penal moderno y humanista que desde la época de la Ilustración venimos conformando, en el que deben prevalecer principios fundamentales tales como la finalidad preventiva de la pena y la reinserción social del delincuente.