¡A quién le importa…¡: liberales de pacotilla
De las ideologías nacidas en el siglo XIX, pocas como el nacionalismo y el liberalismo han permanecido intactas –y aun reverdecidas- en el tiempo presente. Nunca me he reclamado de la familia liberal pero los que se autoproclaman pertenecientes a esta grey lo son de manera muy particular, cuando no dudosa. A ellos nadie les dice cuánto vino deben beber, aunque conduzcan a continuación, ni a qué hora es obligatorio regresar a sus casas ni el dinero con el que tienen que participar vía impuestos a la vida comunitaria ni dónde han de desplazarse ni cuándo… Son libres, rabiosamente celosos de su individualidad y poco dotados para la vida en común. En realidad, crean una sociedad paralela con sus clubs privados, sus sociedades exclusivas, sus centros particulares tanto médicos como docentes, sus urbanizaciones cerradas con guardias de seguridad. Contra semejante in-dependencia, no existe “cientocincuentaycinco” que pueda con ellos, eximidos como están de cualquier control comunal y político, ajenos a cualquier pacto social.
La Inglaterra de mediados del siglo XIX dio a luz un experimento de ingeniería sistémica que llega hasta nuestros días: el libre mercado. Liberada la vida económica de control alguno, tanto social como político, los precios de los bienes y de las mercancías, incluida el trabajo, se modificaban sin que tuvieran en cuenta las repercusiones sociales (John Gray, Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global, 2000). El coste humano de semejante política, lo que el sociólogo americano Peter Berger vino en llamar “pirámides del sacrificio”, ha sido y es elevado en términos de exclusión social.
Si, más allá de los principios reiteradamente esgrimidos, vamos a los hechos históricos la realidad dista mucho de ser como les gusta presentarla. En la Inglaterra decimonónica que antes mencionábamos, la intervención estatal a gran escala se convirtió en un requisito imprescindible para la economía del laissez-faire. Cómo si no pudieron convertirse en propiedad privada las tierras comunales. Y esto no ha hecho más que incrementarse con el capitalismo global. Vuelvo al Falso amanecer de Gray (p. 268):
El libre mercado es un producto del poder estatal. La idea de que los libres mercados y el gobierno mínimo van juntos, idea que forma parte del bagaje de la ‘nueva derecha’, es un inversión de la verdad. Dado que la tendencia natural de la sociedad es controlar los mercados, los libres mercados solo pueden crearse mediante el poder de un Estado centralizado.
No es que estos llamados liberales detesten al Estado: es que lo quieren ocupar en su beneficio. La casuística de la corrupción en España en las últimas décadas así lo deja palmario. Por eso, cuando deben administrar o gestionar una pandemia como la actual se muestran reticentes a la aplicación de mecanismos públicos de control. Los procedimientos de Ayuso en la Comunidad de Madrid son una muestra casera del trumpismo o del bolsonarismo. La economía antes que la salud pero, eso sí, se trata de “su” economía, “su” salud.
Un capitalismo abandonado a sí mismo es capaz de destruir la propia civilización que se dice liberal. Es innecesario recurrir al marxismo para denunciarlo. El economista Josep Schumpeter aceptaba en el pasado siglo que el capitalismo debía ser domesticado, y requería de la intervención gubernamental para conciliar crecimiento y estabilidad social. Y un siglo antes, el nada sospechoso John Stuart Mill (1806-1873), padre fundador del liberalismo, hacía en Sobre la libertad estas rotundas declaraciones que bien podrían aleccionar a quienes actúan en su nombre (el subrayado es mío):
El único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. (…) La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos esforzarse por conseguirlo.
¿A quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga?… Con toda seguridad, a los demás si con ello ven comprometida su salud.