Pandemia, guerra y combate
En las primeras ruedas de prensa que se realizaron la primavera pasada acerca de la declarada pandemia, junto a los políticos y coordinadores científicos aparecían militares de alta graduación. La lucha contra el virus se escenificaba como una guerra. Se glosa aquí la diferencia entre Guerra y combate, al igual que la necesidad de solidaridad comunitaria.
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Guerra es una palabra grande: líneas de abastecimiento, fábricas de armamento, estados mayores, impedimenta; y estrategias y tácticas. La Guerra dispone a los hombres como piezas en un tablero y, cuando se cuenta, cuando se narra, parece sometida a un plan que triunfa o que fracasa. Se trata de un juego macabro que se salda con la destrucción de enseres y vidas humanas previstas, muchas veces, en el plano del general de turno.
El combate, sin embargo, es otra cosa: un juego menor pero cargado de más verdad. En esta nueva escala, está la niebla y la lluvia, la sequedad del desierto, el frío de la noche, las laderas y montículos, el valle y la montaña. Es el carro y la granada, el grito y el llanto, la voz de mando; el olor de la pólvora, el sonido del mortero, el estallido de la granada cuando se pasa por encima de las posiciones enemigas y se corre bajo el fuego de la artillería sin cobertura alguna. La perspectiva del combatiente no va más allá de lo que alcanza su vista o ni siquiera eso: inconexos fragmentos sumidos en la bruma, intensos tiroteos a blancos imprecisos, interrumpidos únicamente por el taponar la herida a un compañero. No existe otro sitio al que ir más que a la batalla; no hay más decisión que tomar que entre la valentía y la cobardía, entre la bravura y el miedo, que entre el “nosotros” y el enemigo, entre el asesinato o la supervivencia. En el combate, más que la lógica pueden las pulsiones inmediatas.
El norteamericano Sebastián Junger escribió Guerra el año 2011, una crónica de cinco viajes que realizó al valle de Korengal, en la zona oriental de Afganistán, entre junio de 2007 y 2008. En su página 124:
La mayoría de los tiroteos se desarrolla con tanta rapidez que los actos de valentía o cobardía son prácticamente espontáneos. Un soldado puede vivir el resto de su vida lamentándose por una decisión que ni siquiera recuerda haber tomado; puede recibir una medalla por hacer algo que había acabado antes incluso de saber que lo está haciendo. Cuando a Audie Murphy, quien recibió una Medalla de Honor del Congreso de Estados Unidos, se le preguntó por qué acometió él solo a toda una compañía de infantería alemana, su réplica fue famosa: ‘Porque estaban matando a mis amigos’. Las guerras se ganan o se pierden por el efecto agregado de miles de decisiones como esta, tomadas durante enfrentamientos que a menudo tan solo duran unos minutos, si no unos segundos. Giunta -un soldado del pelotón- calcula que, entre el ataque inicial y su propio contraataque, no pasaron más de diez o quince segundos.
Afección e inmediatez en el combate. En 1941 dio comienzo un estudio acerca de las actitudes de los americanos alistados en la armada durante la Segunda Guerra Mundial. Samuel Stouffer, prestigioso sociólogo de Harvard, fue quien plasmó el compendio basado en trescientos informes y doscientos cuestionarios que supuso un antes y un después en el desarrollo de la psicología social: The American Soldier, 1949 (M. Sánchez y L. M. Iturbide, “Orígenes y desarrollo de la investigación norteamericana aplicada durante la II Guerra Mundial”, Revista de Historia de la Psicología, 2011). Se trataba de estudiar las actitudes, los sentimientos y los comportamientos del soldado americano en cuestiones claves como disciplina, obediencia, liderazgo, conformidad-cohesión, para centrarse a continuación en el combate y el estado moral de la tropa. En paralelo, el famoso cineasta Frank Capra realizó siete documentales de guerra, Why we fight ?, que suministraban a los soldados razones para la participación americana en el conflicto a la vez que se criticaba Mein Kampf de Hitler. Toda un guerra psicológica.
El resultado de la investigación de Stouffer fue, cuando menos, sorprendente: el único factor que parecía ayudar a mantener la moral firme y la actitud positiva de los soldados era la influencia del entorno inmediato al combatiente, el grupo de camaradas prójimo, junto al carácter ejemplar y la personalidad de los superiores más cercanos. La salud física y la moral de lucha inextricablemente unidas a la estabilidad mental. Y esta relacionada con la cooperación e identificación grupal.
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José Antonio Luengo, secretario de la junta de gobierno del Colegio de Psicólogos de Madrid, afirmaba al comienzo de esta pandemia: “Si nos damos cuenta de que estamos haciendo algo solidario, nos sentiremos bien” (“Optimismo y rutinas para ganar la guerra psicológica contra el coronavirus”, Blog de Ortopedia, abril, 2020). A estas alturas de la segunda oleada, parece indudable que ha habido errores de gestión; que la relación con la muerte y el azar por parte de nuestra cultura es tarea pendiente se hace palmario; que la necesidad de la política para administrar esta crisis queda más claro que nunca a la vez que se muestra con igual intensidad la desconfianza hacia nuestros gestores públicos. Sin embargo, todavía destaca más, si cabe, la incapacidad para atender a los aspectos de la psicología social que nos inculquen los valores de cooperación y solidaridad con los próximos, con la especie, con el planeta todo.