Encapsulados
Es paradójica la situación en la que nos hallamos: se nos reclama especialmente solidaridad a la vez que se recomienda distanciamiento social. Solidarios y separados, extrañados. Las circunstancias de crisis hacen aflorar verdades ocultas; por eso son queridas por historiadores y analistas. No se trata de consumir el caldo ya hecho; se abre la tapa del guiso, y todos los elementos que baña el agua afloran con viva presencia: ahí está el hueso de jamón y el trozo de gallina; la zanahoria y el puerro, el cordero, la ternera… La actual pandemia desvela algo que posiblemente siempre estuvo ahí pero aparecía camuflado en el resultado final.
Uno de esos componentes es el encasillamiento ideológico. El más estricto de los confinamientos, nos sitúa en la presencia exclusiva de los iguales y nos dedicamos con fruición en este pequeño círculo a darnos la razón unos a otros. Después, sin solución de continuidad, esa burbuja se relaciona virtualmente con los medios de información que le son afines. La interconexión es uniformizadora porque no salimos del mismo puchero. La ciudad se zonifica en una espantosa segregación territorial que vive gamas intermedias (las menos) y dos extremos bien diferenciados: ricos y diplomados de un lado; pobres e inmigrantes de otro. El resultado final es que nadie huye de su imagen incompleta del espacio. En el terreno de las ideas ocurre por igual.
Es, cuando menos, llamativo. Tras la frustrada moción de censura presentada recientemente por el grupo parlamentario de VOX, resultó evidente que el mencionado grupo no desgranó un programa alternativo de gobierno ni una sola medida contra la pandemia que sufrimos. La moción no cambió al gobierno (ni lo pretendía) pero ha conseguido, según la última encuesta del CIS, incrementar la expectativa del voto de la formación. Hablamos con pocos, los más próximos, y enjabonamos los propios paradigmas de manera sectaria; buscamos en la prensa y televisión aquellos canales que nos retroalimentan en lo que ya creemos saber, de manera que ese diálogo no es más que confirmación de nuestro pensamiento. Ha muerto la plaza, el ágora pública, el intercambio de opiniones diversas y solo queda un ensimismamiento que da muerte a la conciencia crítica, al cuestionamiento de la “propia” opinión.
Si esto ocurre en el ciudadano medio, con ser grave y empobrecedor, cobra tintes dramáticos y de relevancia social si acontece con quienes detentan el poder. Se agrava más, si cabe, cuando este mismo poder arbitra una serie de mecanismos que se encargan de enaltecer su posición. Nunca mejor dicho: palmeros que les separan del mundo real, encargados a sueldo de incrementar la vanagloria de quien manda, haga lo que haga, diga lo que diga. Me recuerda esto la información que daba Antonio Gil y Corraliza, a la sazón antiguo jefe de la claque del Liceo de Barcelona (y que recogió Carlos Fisas del Sempronio de Quan Barcelona portava barret). Se estrena una nueva obra de teatro y los palmeros de turno trabajan de acuerdo a una tarifa:
Aplausos corrientes al final de cada acto, 10 pesetas. Por gritar ‘Tú solo’ al terminar el segundo acto, 125 pesetas. Por cada subida de telón, 20 pesetas. Por cada ‘Chist’ reclamando silencio, 15 pesetas. Por un ‘Admirable’, 50 pesetas, y así sucesivamente.
Quizá el precio ahora es distinto, reconvertido en un sillón de la tertulia correspondiente. Sin embargo, la función es la misma: alejar el juicio de la realidad y de la verdad. El consumidor de la noticia –mejor dicho, de la fake news– agradece, por su parte, que le digan lo que quiere oír, y seguir así permanentemente encapsulado.