29/11/2020

Nueva novela de Martínez de Pisón

Azar, familia y tiempo constituyen los tres componentes básicos de esta nueva novela de Martínez de Pisón. La casualidad frente a la causalidad, el dictado del destino. La novela comienza con el relato de un accidente, y todo su desarrollo es heredero de este avatar, ciego e imprevisible. Nunca dejará de estar presente a lo largo de las casi cuatrocientas páginas del libro pero a este accidente se sumarán otros: caídas, incendios, encuentros y desencuentros.

 

La condición humana como condición circunstancial que, más que necesitar enfrentarse a la realidad, ansía seguridad y amparo. La familia es uno de esos buscados refugios en los que queda instalado el ser humano, aunque sea renunciando al mundo de fuera. El precio no es menor porque deriva en la creación de un mito y de un tabú, usurpadores de la lucidez que, en todo caso, se produce a posteriori de los hechos, cuando ya es demasiado tarde. Sin embargo, el tiempo pasado no perdona y acecha la caverna impidiendo la huida de la raíz. Como dice la protagonista, “lo que yo buscaba no sería posible mientras hubiera algo que me atara a mi pasado”. Correr, desprenderse, enajenarse…, pero el olvido de la atadura no deja de ser otra, quizá más fuerte.

 

Y así, cruzados en diagonal por estas tres fuerzas (azar, familia-amor y tiempo), los personajes se desnaturalizan y pasan a ser múltiples: Rosa, la madre, es padre, sacerdotisa del templo, el amor posesivo e invalidante; Mabel, amiga de Rosa, es su pareja sin serlo, la hermana que no lo es; e Iván, hijo de Rosa, es su vicario, el sustituto del padre muerto, y también su proyección y redención.

 

Ahorraré las presentaciones de Ignacio Martínez de Pisón, el premiado filólogo, guionista y escritor, porque todas sus lectoras y lectores lo conocen sobradamente. Solo diré que no decepciona con esta historia tan humana que conmueve y engancha desde el principio. Quiero destacar aquí su estilo y la composición del relato. Del primero, maravilla la ajustada sencillez, tan depurada y difícil de lograr: ni alambicamiento, ni floritura, las palabras corren unas detrás de otras para describir u ocultar los sentimientos que desgranan con total pulcritud, con atinado pulso. Y en cuanto a la composición de las escenas, considero que es primordial. En el cuarto de siglo en el que se sitúan los aconteceres, entre 1977 y el año 2000, entramos y salimos de escenarios varios –un camping, sobre todo un camping, emblema de la provisionalidad y fugacidad- y en momentos distintos hasta completar la imagen definitiva. El ritmo (también el musical que está vívido y presente) es clave en esta narración y denota el magisterio del autor.

 

Definitivamente, la novela consigue sacarnos de nuestro mundo para meternos de nuevo en él, y repensarlo y significarlo. Cumple así la tarea de un clásico.