Conget, otra mirada sobre aquella época
Vuelve José María Conget por sus pasos contados a ofrecernos otro libro de una afortunada saga: “Juegos de niñas”. Le edita Pre-Textos, 25 años de fidelidad casi completa a la editorial, y viceversa, con la belleza escueta y modernista de una portada ingenua, depurado el estilo hasta la perfección.
En nuestra imagen fija, camina el escritor por Nueva York, Cincuenta y tres octava. Tiene una cita con Borges, a la que llega con medio siglo de retraso. Pasea como si fuera Londres o París, Sevilla o el Buenos Aires querido y tantas otras ciudades y calles vividas. Su Zaragoza juvenil se desplaza con él (y Maribel, la chica que vigila los Vermeer, y Rebeca y Miguel, que ya se soltaron hace mucho de la mano). Él escucha siempre las palabras de familia, y también los gritos del mirlo burlón y a todas las mujeres, en especial a la bella cubana.
En aquellos años zaragozanos ese muchacho vivaz estudiaba en los jesuitas (me acuso, padre, en confesión general, de no saber qué es Quadrupedumque y qué ocurrió en las guerras de las Galias) y la Facultad de Letras, donde aprendió a entonar el Gaudeamus y frecuentaba un cercano bar de anarquistas. Maestro en disfrutar y comentar con emoción no escondida una cultura popular que toda su generación tuvo en la mano, aunque no todos se acercaron y la siguen con este mimo y delicadeza.
Todo le interesó siempre del cómic, cine en papel, viñeta de lo irreal. Adora el olor de los tebeos, físico y mental, traído por el viento; y así hasta el fin de los cuentos, devorando The Phantom, Shazam!, Mary Perkins on stage y otros espectros y parpadeos. Con él vamos a contar canciones, yanquis entre castizos, puente del alma.
Estos cuentos reinciden como en un caleidoscopio en todos los temas eternos, de los que tanto supieron Shakespeare y Cervantes. La soledad, total, de la pareja, del mundo; a veces buscada, sin embargo. Las evocaciones de tiempos pasados: “… había sido joven hacía unos cuantos años, había disfrutado de amor y amistad que el tiempo erosionó, le habían excitado proyectos de viajes fabulosos, que se originaban en lecturas de la niñez y que nunca realizó..:” Las rupturas, a veces tras “meses de felicidad como yo no había conocido”.
Como escenarios, la vida cotidiana, los veranos, el calor, el cansancio, la hora forzada de levantarse por la mañana, el sopor de las siestas, la intendencia de los desayunos, los bares y restaurantes que dan compañía a los solitarios y recuerdos a los nostálgicos. Voces que llegan de fuera, ecos, ruidos. Lugares, vividos o evocados: la Concha de San Sebastián, o las calles de Zaragoza, por las que el autor pasea a su tía pasando por la terraza del café Levante.
Hay toda una corte de personajes, muchos mezquinos y hasta crueles, otros simplemente desgraciados. Funcionarios como un tipo “opaco, gris, de corbata impersonal y chaqueta con probable caspa invencible”. Profesores de secundaria que corrigen exámenes fatigosamente. El nidito de amor del rijoso director de tesis. El playero cornudo. La crueldad infantil. Los esfuerzos de esos consuegros que casi acaban de conocerse con el cuidadoso respeto y miedo por las diferencias. La inmensa emoción que transmiten dos mujeres nadando en un aquasalud.
Y no pueden faltar las consecuencias de ese evocador acto casi esotérico de ser espectador cinematográfico, las citas que aportan sabores y goces: Casablanca, Historias de Filadelfia, Cantando bajo la lluvia, My Fair Lady, La taberna del irlandés, cruzadas con menciones de honor a Grace Kelly, Bing Crosby o Katharine Hepburn. Todo un clima.
Conget lo hizo siempre, ahora lo hacen todos los demás, que han convertido en moda trufar de melodías una novela, lo que borda desde luego Murakami. ¿Quién puede abstraerse y no palpitar ante esas músicas?: “una follia de Marais, el concierto de flautino de Vivaldi, el manido canon de Pachelbel, el vals de la suite de jazz de Shostakóvich”. O la Quinta de Mahler en versión de Abbado, Peer Gynt, el dinamismo de los Carmina Burana, y hasta nuestros tiempos, Blowing in the wind o el Brassens de La mauvaise reputation y La Estaca, de Paco Ibáñez, sin olvidar True love, de Cole Porter.
Impregna todo también de literatura, el mejor alimento de la literatura después de todo eso: Preston Sturges, Lovecraft, Poe, el Zaratustra, Los viajes de Sullivan. Como la presencia colorista de Botticelli y Goya. O los tebeos, que por poco no aparece El guerrero del antifaz; las novelitas rosas para mujeres de toda edad, o la revista Chicas.
En la cocina literaria del escritor nada sucede de repente, si acaso se va gestando y aflora súbitamente. Por su densidad –dimensión- y penetración, uno destacaría Toronda, el mejor de los cuentos “malsanos” sobre escritores, con el inevitable sarcasmo sobre los congresos, un lugar más o menos caribeño donde cae el escritor español en una historia que no tiene nada que envidiar del mejor Bradbury. Y el enorme chasco del vanidoso olvidadizo, y el relato final que da título al libro, “Juegos de niñas”. Sin olvidar, esa patrulla cristiana, relato con humor y ternura hacia esos pobres personajes dominados por el ultraconservadurismo, por ese cura don José María, y “sus modelos de sonrisa serena y de dominio social”.
Entre melancolía, nostalgia y añoranza, a José María le puede el pesimismo: “ya sabes que nunca fueron tan inútiles las reseñas de prensa”… No debería, porque está en un rincón desde el que quince años de pulcras traducciones y ediciones nos presentaron a la reciente premio Nobel Louise Glück, que ahora mira hacia otra editora más remuneradora, ay.
Dice Wikipedia, en este caso cada vez más cerca de la perfección, que se dan en Conget como rasgos principales autobiografismo, sentimentalidad, humor, experimentalismo y una cierta mirada sobre nuestra época. Es cierto. Y maestría, elegancia, serenidad ante la frágil condición humana.
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