El asalto al Congreso de EE. UU. y el trumpismo
La historiografía tardó poco en deshacer el entuerto: el nacionalsocialismo no era solo Hitler ni el estalinismo únicamente Stalin. De ser así, hubiese sido relativamente fácil acabar con una u otra forma de totalitarismo. Loco, paranoico, irracional, fundamentalista, hasta demoníaco…, calificativos que nos permiten levantar una barrera entre el sátrapa y nosotros, que quedaríamos del lado de una pretendida y salvaguardada humanidad. Demasiado simple. Todorov (Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX, p. 97), lo afirma con claridad:
La razón sirve indiferentemente al bien y al mal, se puede doblegar a voluntad, está dispuesta a convertirse en el instrumento de un fin cualquiera. Benjamin Constant advertía, a comienzos del siglo XIX: ‘en nombre de la razón infalible se entregó a los cristianos a las fieras y se mandó a los judíos a la hoguera’.
Hace pocos días, un colectivo de personas, la mayor parte hombres, la mayor parte blancos, de ultraderecha la mayoría, irrumpió en el Congreso estadounidense para dar un golpe de estado. Una nueva barbarie. El presidente de la nación los llamó patriotas, “personas que aman a su país”. Se consideran a sí mismos demócratas que salen al paso de un fraude electoral; se alzan frente a pederastas y corruptos elitistas, “antiamericanos” (aquí también tuvimos “antiespañoles”), privilegiados de una globalización que ha dejado al margen a la mayoría de la población. De no ser por el Covid-19, esos 75 millones de votantes que apoyan a Trump hubiesen vuelto a darle la mayoría y únicamente la torpeza del presidente al propiciar esta insurrección puede que haya evitado que así hubiese sido dentro de otro cuatrienio.
Lamentablemente, los europeos lo sabemos bien. En el siglo XIX, principales potencias del continente emprenden guerras coloniales con la justificación de que difundían el Bien por todo el mundo y en nombre de la “civilización” ejercieron un dominio implacable sobre Asia y África. Después, esta violencia extrema se volvió sobre el propio continente con el balance de dos guerras civiles y millones de muertos. El año 2002, concretamente el 20 de septiembre, la Casa Blanca difunde un documento oficial, The National Security Strategy. El presidente Bush afirmaba que EUA estaba orgulloso de conseguir el triunfo de la libertad sobre sus enemigos en nombre de la humanidad. Estamos dispuestos –decía- a extender la dignidad humana, la libertad de culto y la libertad de conciencia, y si tan elevada finalidad exigía el recurso a la guerra, pues a la guerra. Ha quedado amargamente demostrado (tanto en el imperialismo europeo como en el americano) que cuando una potencia colonial emprende un conflicto bélico en nombre de la democracia, de la que se considera representante, “los medios utilizados anulan el objetivo pretendido” (T. Todorov, El nuevo desorden mundial, p. 40). ¿Y si ahora el imperialismo americano, los americanos, divididos civilmente en dos, comprometida ostensiblemente su hegemonía por China, empiezan a vivir en su propia casa este mismo efecto bumerán que atenazó a Europa en la pasada centuria?
La legitimación de la violencia viene, por tanto, de atrás. No la inventa Trump. Tampoco es invento propio la reducción de impuestos a los más ricos, ni la política arancelaria y proteccionista, ni el ataque a la reforma sanitaria de Obama, ni las modificaciones en el proceso electoral de algunos de los Estados de la Unión para anular a las minorías étnicas, ni la marginación de ciertos sectores de opinión, ni la intervención sobre la Justicia, ni el patriarcalismo ni el supremacismo, ni la utilización de la mentira como instrumento de comunicación, ni el negacionismo ante el cambio climático, ni el considerar libertades civiles como coacciones a la libertad individual, ni la sacralización de la política (no olvidemos que fue precisamente la separación entre teología y política lo que propició el nacimiento de las democracias liberales)… Genuino es de Trump, si acaso, un estilo más agresivo e histriónico, su ignorancia sin complejos. No hace falta ser grafólogo profesional para desconfiar de alguien que firma como él. El Partido Republicano ha dado de comer a la fiera para que desgarrase sin ambages el cuerpo social.
Siempre vienen a cuento las palabras que La Boétie pronunció en su Discurso de la servidumbre voluntaria de 1549:
Aquel que tanto os domina no tiene más que dos ojos, dos manos, un cuerpo y ninguna otra cosa que no tenga cualquier otra persona de las muchas que viven en nuestras ciudades. Pero sí posee el poder que le concedéis para destruiros. ¿De dónde ha sacado tantos ojos con los que espiaros sino de vosotros mismos? ¿Cómo tiene tantas manos con las que golpearos si no las ha tomado de vosotros? (…) No quiero que os enfrentéis a él ni que lo hagáis tambalearse, sino que simplemente no lo apoyéis más.
La pasividad también constituye un apoyo: es complicidad. Se trata de la “tolerancia del mal” que nos enseñó a analizar Aurelio Arteta (Mal consentido, Alianza Editorial), ese laissez aire que impregna la atmósfera civil y que presenta toda firmeza moral o política como intransigencia. ¿El maridaje entre Obama y Wall Street no ayudó, acaso, al crecimiento de la desigualdad social? El expresidente demócrata -que lo fue entre el año 2009 y 2017- habla en el primer tomo de sus memorias de la necesidad de detener la “decadencia de la verdad” pero para ello debía comenzar por una crítica a importantes aspectos de su gestión.
Es fundamental el trabajo que durante una década llevaron a cabo dos profesores de la Universidad de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, que culminó en su libro, publicado por Ariel el año 2018, Cómo mueren las democracias (Hay en Youtube una puesta al día de su contenido, en la conferencia del primero, impartida en el Colegio de México el 29 de noviembre de 2019). Según constatan los autores, las democracias morían durante la Guerra Fría a manos de militares golpistas (tres de cada cuatro casos). Hoy, sin embargo, la muerte del sistema es un “leve quejido” propiciado por gobiernos elegidos que usan la democracia para subvertirla (Putin, Bolsonaro, Ortega, Erdogan, Orbán…); es un cambio electoral hacia el autoritarismo en el que el ciudadano no se da cuenta hasta que es demasiado tarde. Cuando la tolerancia mutua ha desaparecido, y no se reconoce la legitimidad del rival; cuando se deja de operar la autocontención, y se utiliza la propia letra de la Ley para negar su propio espíritu, el colapso está servido. En el caso americano, el de la constitución más vieja del mundo, tres son los factores que favorecen este colapso: el nivel de desigualdad, que ahora es más alto que antes de la Gran Depresión; un grupo étnico dominante que está perdiendo la mayoría; y un presidente con instintos autoritarios.
Hitler defendía que a finales de los años treinta nadie se acordaba del genocidio armenio y esperaba que el de los judíos fuese olvidado de igual modo. Cuando Stalin firmaba las condenas a muerte de sus excamaradas bolcheviques ante Molotov, utilizaba igual argumento: “¿Quién se acordará de toda esta purria dentro de diez o veinte años? Nadie. ¿Quién se acuerda del nombre de los boyardos que eliminó Iván el Terrible? Nadie”.
Uno y otro se equivocaron porque la memoria ha vencido al olvido. Sin embargo, lo que tampoco debemos olvidar es que hay quien se identifica en ese recuerdo más con el verdugo que con la víctima. Analizar mal el trumpismo, y su epopeya final del asalto al Congreso americano, puede acarrearnos consecuencias indeseables.