El poeta del orden interior
«La música y la poesía son,
después de las personas a las que amo,
mis principales recursos de equilibrio interior».
Joan Margarit
Hace pocas fechas ha fallecido Joan Margarit, una de las voces poéticas más importantes de los últimos decenios. Reconocido y biografiado exhaustivamente, no van a ser estas líneas una repetición de lo ya tantas veces publicado, sino más bien un recuerdo de una relación personal breve, pero intensa.
Joan Margarit fue, ante todo poeta testigo de su tiempo y notario de la memoria. En una época de prisas y celeridad, de afán de notoriedad y de tanto vacío, Margarit es -porque su obra vive- un poeta de búsqueda de concisión y exactitud, de permanencia, del reverso de esta literatura y sobre todo esta «poesía kleenex» cuyo consumo efímero no deja huella alguna y tampoco obliga a la reflexión y menos al disfrute de la palabra. «La prisa no forma parte de mi relación con el poema», manifiesta el poeta y esa declaración de principios, entre otras muchas constituyen la trama perdurable y firme de su obra poética.

Joan Margarit y Miguel Ángel Yusta
La multitud de sus lectores, fidelizados por su «poesía-verdad» se incrementa con el tiempo porque, en la poesía de Margarit, inteligible, directa, bella, se respira en profundidad el significado y la fuerza de las palabras, sin ropajes que la oculten o disimulen la belleza de su desnudez.
Invito a conocer más en profundidad al poeta: su obra, los escritos y entrevistas muy diversos, la actitud ante la vida, su constantes búsqueda y evolución, la inteligencia y claridad de sus proposiciones y, en suma, la enorme fuerza de una voz poética propia que prevalece, entre otras muchas cualidades, por la exactitud que él mismo define: «Un poema ha de decir justo lo que necesita (la mayor parte de las veces sin saberlo) su lector o lectora. De esta exactitud viene el poder de consolación de la poesía, porque la poesía sirve para introducir en la soledad de las personas algún cambio que proporcione un mayor orden interior frente al desorden de la vida».
Hablamos él y yo alguna vez de temas de posguerra, de aquellos años de sombra que marcaron especialmente a su generación, pero siguieron en la nuestra y posteriores y abrieron heridas que aún quedan por cicatrizar. Su poema «Tío Luis» nos unió en algunos momentos de emoción. Ese «Tío Luis» del poeta, vencido, al que tanto camino de dolor le quedaba, era homónimo de mi tío Luis, otro vencido, que salió de su patria y se instaló en París para morir allí al cabo de los años, sin poder volver a pisar el suelo donde nació.

Orla de 1933, solo dos mujeres
Mi tío Luis fue quien me abrió los ojos a la luz y a la libertad allá en aquellos años grises, en ese París que me deslumbraba y me liberaba en veranos inolvidables de aquella España cuartelera y aburrida. A mí, adolescente, se me abrieron las puertas del cielo y pude despertar de un letargo de la mano de tantos hombres y mujeres de los que aprendí dolor, alegrías, nostalgia, reconciliación y amor para toda mi vida. Veía cine prohibido en España (La dolce vita, El gran dictador, Morir en Madrid) Leía cuanto me apetecía y sabía censurado, frecuentaba ambientes y personas que abrieron mi mente e impidieron la anquilosis mental que nos dominó en aquellos largos años de sombra.

Luis Pérez Vicente, amplia la orla
Por eso admiré y admiro a personas como nuestros respectivos «Tío Luis» y a creadores como Joan Margarit que protagonizaron, testificaron e inmortalizaron en sus vidas y obra tantos momentos inolvidables.
TÍO LUIS
En el fango del Ebro, el heroísmo.
Pero también contaba, aun para los vencidos
-y ya con pobres ropas de civil-
tener aquellos ojos, morenazo,
chulo de barrio de sonrisa fácil.
Desterrado, lo meten en un tren.
En las largas paradas de la noche,
sentado entre fusiles,
siente cómo la guerra es una fiera enorme
que en sus garras le lleva hasta Bilbao,
sin equipaje y nada en los bolsillos.
Así lo dejan solo en el andén.
Cansado por el viaje y la derrota,
se lava en una fuente: del fondo de sus ojos
surgen de nuevo su épica y las armas
de antaño, viejas armas de los bailes
de domingo en los patios de Montjuïc.
Va a calles de fulanas y tugurios.
Junto a ella percibe su perfume
barato y la mirada de unos ojos
donde el rimmel ha puesto
negras banderas de anarquistas muertos.
Uñas de un rojo sucio
son banderas que el Ebro iba arrastrando.
Y yo estoy orgulloso de escribir
como en sus buenos tiempos hizo la poesía,
los versos de una puta que salvó
a un hombre y a ella misma por amor.
Esto pasaba al acabar la guerra.
Y transcurrían para mí entretanto
‘estos días azules y este sol de la infancia’.