Firmé mi primer contrato con la Universidad el 29 de septiembre de 1974. Venía desnortado de Madrid donde no había conocido a nadie que leyera Andalán, fundado por el divino demonio Fernández Clemente dos años antes. Fue aquí, en mi pequeño e inolvidable despacho del piso 3º de la Facultad, cuando comencé a leer las páginas quincenales y heroicas que comandaba el ya citado y que me provocaban sentimientos contradictorios. De modo que me sorprendió que, años más tarde, me propusieran formar parte del equipo editorial del periódico. Quiero suponer que fue el ascendente del siempre pulcro intelectual y la persona menos hipócrita que he conocido, J. J. Carreras, a quien se le ocurrió el precipitado parto.
Y ahí estaba yo, días después, en la sede de San Jorge rodeado de gentes que admiraba, con las que polemizaba en foros ciudadanos y con algunas que sólo creía que existían en la portada de los libros. Creo que mi primer artículo versó sobre Los nuevos filósofos (franceses). Poco después, en el 77, Larrañeta se hizo cargo de la dirección y Andalán se convirtió en periódico semanal. La semana se agotaba entre la escritura de mi tesis, las polémicas que encendíamos los izquierdistas como yo y el tedio que me afiebraba en una ciudad desconocida para mí.
Pero llegaba el lunes. Algunas gentes que presumen de haber sido de Andalán fueron para mí invisibles en las reuniones obligadas de aquellas noches alargadas hasta le cena en el mesón de enfrente. Lo que me resultaba extraordinario era que quienes discutíamos con ahínco en las calles y aforos llegáramos avenidos a las reuniones. Claro, había discusiones, pero no recuerdo ninguna voz discordante con insultos impropios. Labordeta siempre tenía preparado alguna anécdota salvadora de riñas, Fernández Clemente templaba gaitas, el añorado Delgado se inventaba un chiste, Carreras aspiraba el humo de su habano emulando a Guevara y Ballabriga nos lanzaba su última pero provechosa locura. Y ni que decir tiene el recuerdo de la socarronería de E. Grilló. L. Granell, a quien recuerdo emocionado mientras mi daimon me escribe estos recuerdos, no tenía malos guiños para nadie pero convencía con su tierna sonrisa aliviada por los fríos del Moncayo. Fandos, Lagunas, López Madrazo, Germán, y un etcétera que no puedo escribir…
Luego, vinieron Lola Campos y, más tarde, el añorado para mí Enrique Ortego que tenía un doble vicio, encender un cigarro mientras maldecía del tabaco. Tiempos muy lejanos, 50 años, pero tan cercanos.
Andalán fue un falansterio con talento que hubo que liquidar. Una ejemplaridad de honestidad y tolerancia: así lo vivió un izquierdista no renegado. Y no voy a asegurar que ha sido la mejor experiencia de mi vida, pero sé que jamás la borraría de mi precaria existencia.