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Reapariciones: la presencia perdurable del director de Andalán
Lo escribí en 2010 y, en los momentos actuales, reaparece como una certeza del pasado: Eloy Fernández Clemente fue mi primer historiador de Aragón. Entonces y ahora, la afirmación la asociaba con la intempestiva realidad del colegio de las Escuelas Pías de la calle zaragozana del conde de Aranda (por aquel entonces, rotulada con el nombre del dictador recientemente desaparecido). Y, de manera indistinguible, a la voz discreta e inteligente del padre Alejandro López comentando el libro Aragón Contemporáneo (1833-1936), escrito por un profesor de Económicas que, además, dirigía el periódico quincenal Andalán. Esas cosas sucedían entonces.
En 2022, sigo simpatizando con la figura ausente de aquel escolapio empeñado, por encima de cualquier cosa, en abrir los ojos de sus alumnos y romper las gafas grises de los credos profesados por obligación. Impulsado por un viento de creación pedagógica o, quizás, por una necesidad interior de sobrevivencia motivaba a los estudiantes a leer el mundo como un inmenso hipertexto. Y en razón de la interdependencia de los hechos, nos invitaba a observar el desbordamiento diario del lenguaje, la versatilidad de las noticias y las imágenes evocadas por los periodistas, por los escritores y, en especial, por unos personajes anónimos cuyos nombres comenzaban a deslizarse sobre el fondo de precariedad de la primera política de la democracia. A través del espejo de las palabras, aquel sacerdote-educador trataba de hacer comprender a sus ignaros discípulos retazos del vertiginoso presente y de los múltiples futuros que nos esperaban a la puerta del colegio. Y aun cuando hablara de otras cosas, hablaba de las experiencias vividas desde el 20 de noviembre de 1975 y, siempre con ilusión, del horizonte de expectativas atisbado en la espectacular primavera electoral de 1977.
A despecho de su ideología y de las prácticas educativas generales a la obra calasancia, su método personal de enseñanza pasaba por sacar la Lingüística a la calle (junto a la asistencia a conferencias, la realización de entrevistas o el comentario diario de la prensa, pasó a ocupar un lugar estelar la discusión matinal de los emocionantes, por extraños y aventureros, mítines políticos). A sus efectos, las actividades «extraescolares» del padre Alejandro tuvieron una consecuencia precisa: fue en torno al mes de abril cuando tuve la oportunidad de conocer a Eloy. Al final de un largo pasillo de madera, en un piso de la calle San Jorge, me recibió una persona a la que solicité unos cuantos ejemplares gratuitos de Andalán, publicación que había elegido para hacer un trabajo de clase. Mientras bajaba las pocas escaleras, desde el principal a la calle, relacioné al amable periodista con la portada rojo teja del libro de Siglo XXI. Era el primer historiador de Aragón que conocía.
En los siguientes cuarenta y cinco años transcurridos, el colegio y sus profesores han pasado a formar parte de la historia espectral de un pasado sin certezas. Mientras tanto, desde principios de los años ochenta y hasta hoy, la presencia del profesor se ha hecho perdurable. Con el tiempo, la personalidad del «maestro» ha ido creciendo desde el terreno nebuloso del primer encuentro hasta situarse en el espacio cercano del magisterio reconocido, de la confianza intelectual y el respeto personal. Un territorio central donde las biografías privadas se enlazan con los usos de la comunidad de los historiadores. Y un lugar en el que las fugaces rememoraciones autobiográficas se diluyen ante la materialización de la cotidianidad académica y la irrupción irreverente de la historiografía. A este nivel, las visitas de los espectros e incompletos recuerdos memoriales ceden su protagonismo frente a las huellas más profundas de los sentimientos, el aprendizaje y las interpretaciones relacionadas con la comprensión del pasado y el método histórico. Pero, sobre todo, desaparecen bajo el peso de las opiniones y cargas afectivas (simpatía, gratitud, seducción, imitación, desinterés… o sus contrarios) producidas por la sorda representación de la realidad que, cada uno por separado y todos en conjunto, creamos en nuestras búsquedas personales de la identidad de historiador.
En este terreno de las afinidades electivas, el gran Goethe, en una de sus cartas a Schiller, expresó con claridad las virtudes perpetuas de la presencia y el homenaje de amistad, porque: «cuando no se habla de los escritos, como de los actos, con afectuosa simpatía, con un cierto entusiasmo fanático, queda tan poco que no merece la pena hablar de ellos».