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Andalán, el despertar a la vida adulta

Yo era un puñetero crío, con 17 veranos recién cumplidos y una curiosidad digna de aquel gato que la espichó por eso, por curioso. En mi familia se respiraba arte por doquier. Mi padre, un abogado que en los años cuarenta cambió los legajos por su pasión por la fotografía, cultivó mi sensibilidad artística. A los 10 años sabía reconocer cualquier movimiento de una sinfonía de Beethoven y 3 años antes había debutado en el Teatro Principal bailando ballet con la compañía de María de Ávila.

De pequeño, en los Jesuítas que son hoy el IberCajón, hacía entrevistas en clase a los profes y me llamaban el mini-periodista. Abandoné la carrera de Letras en cuarto curso por la bohemia vida del farandulero, carrera que me pasé entre el bar de la Facu y las asambleas en el Aula Magna. Era el fragor de un antifranquismo que me quiso medio trosko, medio anarco y medio funambulista diletante.

Y en esas, con 17 tacos, se cruzó en mi camino la gente andalaniana y me ofrecí a colaborar en lo que fuese menester. Aquel milagro intelectual, político y social que agrupaba al rojerío ilustrado aragonés de amplio espectro, se me apareció como un Bálsamo de Fierabrás que excitaba sobremanera mis meninges de pijiprogre.

Comencé pegando carteles -que la policía se encargaba enseguida de arrancar- y corrigiendo, junto con otros, las galeradas del periódico quincenal. Hubo algo que me marcó extraordinariamente. Las reuniones del Consejo de Redacción tenían lugar en la habitación contigua y se oía todo, claro. Yo era un pitagorín mocoso antifranquista que tenía una concepción, ingenuo de mí, muy simple de la política. Estaban los fachas, que eran muy malos (a Franco aún le faltaban tres años para estirar la pata, entre enrolle y desenrolle de alfombras) y los de la izquierda, que eran (éramos) muy buenos.

¡Pues no veas las lindezas que se dedicaban los miembros del Consejo en aquellas reuniones! Ora uno era un pequeñoburgués reformista, ora otro un falangista camuflado, o bien un estalinista dogmático, o, simplemente, un cabrón… Sonrío al recordar mi candidez. Lo que sí eran esos señores, a muchos de los cuales sigo teniendo un afecto enorme, eran unos valientes. Muy valientes y comprometidos con la libertad que hoy disfrutamos. En unos tiempos, además, en los que escribir en libertad era, sencillamente, una osadía que el Régimen no estaba dispuesto a tolerar.

Ya se sabe, no valoramos suficientemente las cosas buenas hasta que las perdemos. Andalán fue una cosa buena, semilla que germinó en muchos de nosotros y que, en mi caso, contribuyó a mi despertar a la vida adulta. ¡Viva Andalán! ¡Y viva Ucrania!