10/05/2010

Mauthausen y los rotspanier

«Rotspanier» era el nombre en alemán con que los nazis denominaban a los prisioneros republicanos en Mauthausen. Rojos españoles, apátridas y enemigos públicos. Así fueron catalogados los 7.300 españoles internados en este campo de concentración de categoría III, la de los irrecuperables. Allí se les advirtió de que, la única forma de escapar de ese infierno, era mezclarse con el humo que arrojaban las chimeneas de los hornos crematorios. Y así fue al menos para cinco mil de ellos. Algunos aragoneses. Otros, compatriotas de todas las comunidades que formaban parte del medio millón de refugiados que atravesaron la frontera francesa tras la Guerra Civil.

Concentrados en campos de internamiento, muchos fueron reclutados para combatir el fascismo durante la II Guerra Mundial y cayeron prisioneros de los alemanes. Tras el armisticio de Vichy, acabaron siendo deportados al territorio del Reich. Actualmente que, desde la caverna ultraderechista, se reivindica la figura de Serrano Suñer como la de un apacible y moderado político del franquismo, convendría recordar que fue él, siguiendo las instrucciones de su Generalísimo, el que al ser interpelado por los nazis sobre el destino que debía darse a estos prisioneros, respondió: «Hagan lo que quieran con ellos. Esos no son españoles».

Los internos de Mautahausen trabajaban, durante jornadas infinitas y sin apenas alimentos, extrayendo granito de una cantera. Después, debían cargar con esas moles de piedra sobre sus espaldas y subir los 186 peldaños de la escalera de la muerte, mientras eran maltratados por los SS y los kapos, que convertían su existencia en una tortura inenarrable. A Mautahusen se le conocía también como «el campo de los españoles» porque se sabía que, la sangre de los republicanos, había fluido como un río por cada rincón y cada roca de este lugar maldito.

A pesar de los horrores padecidos, el testimonio de los supervivientes nos relata una historia de resistencia y dignidad, más allá de los límites de lo humanamente previsible en tan dantescas condiciones. Estos combatientes contra el fascismo internacional fueron las víctimas de la sinrazón y la barbarie de un gobierno totalitario que quiso exterminar cualquier brote de libertad y democracia dejando a su paso un reguero de cadáveres, cuya carne quemada, impregnó para siempre la atmósfera de una consternada Europa. Pero también fueron las víctimas del olvido. De una deliberada y cruel amnesia con la que, su propio país, decidió recompensarles por enfrentarse a la tiranía.

Durante la dictadura franquista, prima hermana de la demencia hitleriana, se silenció su odisea. Se les enterró, junto a sus camaradas arrojados a las fosas nacionales, en el más recóndito rincón de la memoria. No existe mayor venganza que arrancar cualquier atisbo de heroísmo del vencido. Que relegar a la nada la fuerza de las ideas que impulsó a estos luchadores a enfrentarse al Monstruo Liberticida. Que convertir su historia en humo. El mismo que respiraban gozosos los psicópatas asesinos a los que fueron entregados.

Pero la España democrática tampoco les devolvió el orgullo sustraído. No hubo gratitud ni honores para ellos. Despreció su sacrificio, ninguneándolo, con el manido argumento de lograr una reconciliación nacional basada en esconder todo aquello que ofendiera a los violentos y ayudara a recuperar el honor de los vencidos. 65 años después de la liberación de Mautahusen, no podemos olvidar los acontecimientos que precedieron a la locura del nazismo. Una crisis económica global y una virulenta xenofobia populista que son los mismos síntomas que podemos detectar ahora. Como un cáncer dormido, latente pero terrible, que despierta traduciendo en intolerancia toda la frustración y la ira que asola a la ciudadanía. Un escalofriante mal que, al no habérsele aplicado la terapia del recuerdo, extiende su letal metástasis por toda Europa amenazándonos a todos los que apostamos por la libertad.

Rescatarlos de las cenizas a las que fueron condenados y restituirles el orgullo es la única forma de evitar que repitamos los errores. La única manera de salvarnos.