Tal y como están las cosas…

En estos días, tanto los trabajadores como los que aspiran a abandonar las gruesas filas del INEM,  no paramos de escuchar la misma cantinela: Tal y como están las cosas, no queda más remedio que tragar. Y en estas andamos. Desarrollando unas tragaderas contra natura. Engullendo toda la basura con la que, los que gestionan el empleo a través del miedo, tienen a bien alimentarnos. La sombra del despido libre, esa guadaña prometida que ya se cierne triunfal sobre nuestras cabezas, funciona como un eficaz antiemético ante cualquier tentación de regurgitar parte de la bazofia digerida. En este estado psicológico nos enfrentamos a una reforma laboral, temida y anunciada de antemano, como la renuncia a los derechos adquiridos tras largos años de lucha y duras negociaciones.

Los que van a dirimir nuestro futuro son, a saber: De un lado, la patronal (cuyo líder es un empresario, don Gerardo Díaz-Ferrán, cuya mayor habilidad consiste en llevar a la ruina todas las empresas que ha tocado). Por el otro, los que ya conocemos como los púgiles del calzón bajado: los sindicatos mayoritarios. Contrincantes domesticados a fuerza de subvenciones cuya fiereza ante las agresiones sufridas, y las que están por venir, no pasa de un suave amago gatuno. De un leve ronroneo indefinido que, lejos de asustar con contundencia al adversario, provoca una ternura complacida a sus rivales. Y como árbitro de la contienda, el partido socialista. Ese al que la O, de obrero, parece que se le ha perdido para siempre en alguna de las fogosas cópulas a las que viene entregándose, entre la resignación y la impotencia, con don Neoliberal-Mal.

Pero no se crean que este cuento de terror puede mejorar su desenlace con un cambio de Gobierno. Atrapados en el bipartidismo, solo nos queda la opción de elegir entre susto o muerte. Entre asistir acongojados a la derechización de la alternativa que se nos ofrecía como una izquierda «moderada», el PSOE. O caer en los brazos de la ultraderecha neocón, el PP, dispuestos a proporcionar una «muerte indigna» a cualquier logro adquirido por la clase trabajadora.

Y tal y como están las cosas, la resistencia es mínima. En nuestros puestos de trabajo podemos comprobar esa merma de derechos, sin apenas réplica, que nos induce a pensar que otra realidad es imposible. Vemos como nuestros hijos, cuando consiguen acceder a un empleo en precario, son adiestrados en el conformismo necesario para mantener este sistema antropófago. Carnaza fresca para los tiburones empresariales que, a cambio de salarios miserables, devuelven el «favor» de tener trabajo transfiriendo la riqueza que crean a los que controlan el cotarro.

Vivimos tiempos difíciles, sí. Debemos ser conscientes de cuales son las reglas de este juego: que no existen las reglas. Que la ofensiva es global y atañe a muchos frentes. El más importante, quizás, sea el de minarnos la conciencia. El de convertirnos a la creencia de que el capitalismo es un estado perenne y universal del que no hay escapatoria.

¿Cuál debe ser nuestra reacción? ¿Cómo dinamitar ese discurso que infecta nuestra libertad de entendimiento?

Este 16 de mayo, una marea rojinegra coloreó las calles madrileñas. Mujeres y hombres de todo el país que se sumaron a las hermanas y hermanos que, desde latinoamérica, se oponen a seguir consumiendo el ricino que nos recetan en las cumbres europeas y de América Latina. Apenas fueron noticia. A esos miles de insurrectos, de inadaptados sociales, se les borró de la foto de familia. Si nadie habla de ellos, es que no existen.

Pero estamos ahí. Como un flujo subterráneo. Acumulando agravios y rabia contenida. Exigiendo una huelga general que canalice tanta frustración y desencanto. Desestimar nuestra fuerza es como ignorar la furia que se aloja en los volcanes. Una cosa es ningunearnos y otra, muy distinta, gasearnos a todos. No podrán amordazarnos indefinidamente y, más tarde o más temprano, estallaremos. Que se vayan enterando, también ellos, de cómo están las cosas.