Analfabetos que no vendieron el alma
Hay que reconocer que no existe nadie más diestro en el arte del improperio que un rico letrado. La versatilidad de insultos y maneras de ofender al prójimo se multiplica exponencialmente cuando uno puede, gracias a su cultura, hacerlo en varios idiomas o recurrir a los clásicos. Pero el hecho de acumular datos y conocimientos no implica una mejor función de las meninges. Como tampoco hay garantía de que, un ministro escandalosamente pagado, posea una sabiduría que le obligue a obrar con rectitud y le aísle de la codicia o la mala praxis. Según Miguel Boyer, bajar el sueldo a los ministros acarrearía que solo los analfabetos quisieran formar parte del Gobierno. Para entender el razonamiento que esconde este silogismo diabólico tendríamos que profundizar un poco en la trayectoria del ex-ministro socialista.
Boyer fue ministro de Economía y Hacienda del gobierno de Felipe González. Si hombre, ese carismático estadista de ¿izquierdas? que supo aparcar su coherencia ideológica para meternos en la OTAN. Durante su mandato, don Miguel sufrió una grave infección neoliberal en su ilustrado cerebro que le condujo a desarrollar medidas como la liberalización del precio de los alquileres o del horario comercial. También fue el autor intelectual de algunas reconversiones industriales que se llevaron a cabo sin piedad y con una fuerte represión policial. Imbuido de la filosofía del despotismo ilustrado, aplicaba la máxima de «Todo por el pueblo, pero sin el pueblo» mientras iba preparándose un retiro dorado lejos del poco glamuroso mundo de la política.
No tuvo reparos en visitar la Moncloa, varias veces, cuando su inquilino era el chaparro bigotudo de Las Azores. Y en la actualidad ostenta consejerías y representaciones en algunas corporaciones empresariales que, a buen seguro, le reportaran mayores beneficios que su gestión ministerial. Casado con una reina del papel couché, amante del alicatado y la loza de baño, Boyer no tuvo reparos en abrazar la cultura, sí. Pero la cultura del capital para ser más exactos.
Y es esa idolatría, cultivada durante décadas de habitar en su torre de marfil, la que habla ahora por su boca cuando nos suelta algunas perlas como que abaratar el despido proporcionará más trabajo, que es imprescindible que se puedan descolgar los convenios colectivos o que aplicarle una tasa a la banca española sería una medida injusta.
Hace falta estar alejado de la realidad social para largar tan alegremente y no estar de cachondeo. Si la austeridad en los salarios de la administración pública significa, según su criterio, que solo los analfabetos querrán formar parte del gobierno entonces, ¿Quiere eso decir que lo único que impulsa a los intelectuales a comprometerse con la cosa pública es el sucio parné? ¿Acaso es que a los cráneos privilegiados nacionales solo les estimula la pasta?
Con esta desafortunada declaración ha ofendido, no solo a los eruditos, también a la sufrida clase trabajadora de este país. A muchas personas decentes que, aunque no anden sobrados de formación, podrían darle clases de ética y congruencia al ínclito ex-ministro.
Me viene a la memoria gente como Cipriano Mera. Un anarcosindicalista, albañil de profesión desde los once años, que repartía su sueldo de oficial con el aprendiz por un sentido innato de la justicia social. Por sus ideas participó en la guerra y padeció la cárcel y el exilio. Cipriano vivió de pie y nunca se sintió tentado a dejarse arrastrar por oropeles o becerros dorados. Como para muchos otros, su falta de formación no mermó un ápice su capacidad de compromiso ni su intuición sobre lo que era o no era justo para las clases desfavorecidas. Pero claro, el «paleta» contaba con un arma que no se puede comprar ni con los más altos sueldos ni con una elaborada educación en las universidades privadas más caras del mundo. Cipriano, al contrario que el rutilante Boyer, tenía conciencia. Por eso no traicionó a sus ideales y acabó sus días ejerciendo la dignidad en su trabajo como albañil. Toda una lección de moral que, algunos letrados acaudalados carentes de alma, son incapaces de aprender por muchos títulos y másteres que puedan acumular a sus espaldas.