El chip de la empatía
El mundo de los toros cuenta con sus propios portavoces científicos como Juan Carlos Illera. Este profesor de la Universidad Complutense ha desarrollado una teoría que mantiene que las reses de lidia han desarrollado una respuesta neuroendocrina que ha modificado su umbral del dolor. Curiosamente, tanto Illera como otros autores que podríamos calificar como «negacionistas del dolor» no han mostrado en ninguna publicación científica los resultados de sus estudios evitando, de esta forma, cualquier controversia que pudiera derivarse del escrutinio por parte sus colegas universitarios. Sin embargo, Illera pontifica sobre los resultados de su trabajo exponiéndolo en universidades veterinarias de todo el país gracias a la infraestructura que le proporciona la Mesa del Toro, un potente lobby protaurino.
Sus investigaciones se sustentan en una serie de experimentos, no contrastados por la comunidad científica, que consisten en introducir un microchip bajo la piel del astado que, a su criterio, demuestran que el animal no solo no sufre sino que experimenta una especie de clímax orgásmico al ser sometido a todo tipo de vejaciones, torturas y puyazos por parte de los matadores, rejoneadores, banderilleros y aledaños.
Esta conjetura resulta muy conveniente para un gran sector de la carrera que según los datos del propio Consejo General Veterinario, constituyen un número elevado de profesionales del gremio (unos 3.500 de los 27.000 colegiados) que desarrollan sus actividades en el ámbito taurino. Demasiados puestos de trabajo que dependen de la validación de estas hipótesis en un mundo, el de las corridas de toros, que mueve ingentes cantidades de dinero.
Personalmente, tuve la inmensa suerte de vivir mi infancia en Cantabria, la tierra de mis padres. Allí, el ganado vacuno ha pastado tradicionalmente en las verdes praderas y no en granjas donde son tratados como meros productos cárnicos. Aún así, fue mi relación con los animales la que me indujo a adoptar una dieta vegetariana que he mantenido a pesar de los años y de las burlas e incomprensión mostrada por algunos de quienes me han rodeado. Como procedo de una familia humilde, mi acercamiento al mundo animal no emana de la visión idílica de las tiernas criaturas de la factoría Disney. El cine no formaba parte de las prioridades de nuestra economía familiar y suponía un dispendio que raramente podíamos permitirnos. Sin embargo, recuerdo mi entrañable relación con todas las criaturas que me rodeaban. Su mirada que, al margen del raciocinio que se considera exclusivo del ser humano, era capaz de manifestar sentimientos inherentes a nuestra especie como el miedo, la alegría o el dolor. Y la defensa de su vida me costó, en aquellos años, más de un bofetón propinado por mi pragmático progenitor cuando respondía a las ejecuciones de quienes consideraba mis amigos al grito de: ¡asesino!
Pero, sin considerarme dogmática sobre cuestiones alimentarias, aspiro a que la sociedad abandone la postura de desprecio y crueldad que ejerce sobre las criaturas que les sirven de sustento y dignifiquen su existencia aunque finalmente acaben formando parte de su puchero cotidiano.
Como mamíferos que somos, nos guste o no, nuestra superioridad intelectual no debería servirnos para justificar el abuso sobre el resto del mundo animal. Muy por el contrario, esa sensibilidad que consideramos tan intrínsecamente humana tendría que valer para mejorar nuestra relación con los demás animales y tratarles con el respeto que merecen.
Minimizar su sufrimiento o hacer una exaltación artística del mismo amparándose en la tradición, la cultura o el negocio no dice mucho de nuestro proceso evolutivo. Da Vinci decía: «Realmente el hombre es el rey de las bestias porque su brutalidad excede la de ellas» El genial Leonardo soñaba con el día en el que el hombre viera el asesinato de los animales con la misma perspectiva con la que se ve el de los seres humanos. Ese sería el momento en el que nuestra evolución habría llegado a un estado de auténtica superación espiritual.
Pero siglos después andamos muy lejos del ideal trazado por el visionario renacentista. No solo no hemos mejorado globalmente nuestra interacción con la naturaleza y el reino animal sino que seguimos siendo unos eficaces depredadores de nuestra propia especie.
Para concluir, quiero proponer un experimento científico similar al del profesor Illera: introducir bajo la piel de las personas un microchip capaz de medir nuestra capacidad de empatizar con nuestros semejantes humanos y con aquellos que definimos como bestias. Las conclusiones de este estudio serían muy reveladoras y nos mostrarían el largo camino que todavía nos queda por recorrer para desprendernos del lamentable influjo reptilineo que late en nuestro neocórtex cerebral.
Como apostillaba Leonardo, todavía no ha llegado ese día pero no debemos perder la fe. Porque de lo contrario «Nada quedará/ Nada en el aire/nada bajo la tierra/nada en las aguas/Todo será exterminado» De las notas de Leonardo Da Vinci.