Arsénico o jubilación
Hace unos días, en un programa radiofónico de Luis del Olmo, un oyente intervenía en directo para explicar su experiencia personal. Se trataba de un parado de 56 años, uno entre todos los que acaban de perder el subsidio de 426 euros, que de forma desgarradora lanzaba a las ondas una pregunta que nadie parece tener capacidad de contestar: ¿De qué voy a vivir ahora yo?
El hombre, que carecía del socorrido y recurrente tejido familiar para sostener su caída, había perdido su empleo tras más de treinta años de cotización. De haber sido un político, hubiera multiplicado por cuatro los requisitos necesarios para percibir una paga vitalicia. Con siete añitos de presunto «curro», estos servidores públicos se aseguran una vejez digna a prueba de toda clase de miserias.
Pero había sido obrero de la construcción. Y ahora, como muchos de los peones rotos tras la explosión de la burbuja inmobiliaria, sobrevivía gracias a la paupérrima ayuda que recibía y al reciclaje de comida entre la basura de los contenedores de los supermercados. No es que reclamara el subsidio como única solución a sus problemas. Lo que suplicaba era trabajo. Aunque ya había experimentado en carne propia que, más allá de los cincuenta, las posibilidades de conseguirlo disminuían exponencialmente.
Además, otra vuelta de tuerca acaba de reajustar el desalmado engranaje de la exclusión social. El aumento en la edad de jubilación aleja las posibilidades de llegar a percibir algún día una compensación por toda una vida de trabajo y de contribuir a la caja común. Existe una franja de edad, en la que se incluye este oyente, que puede quedar desamparada y sin expectativas de llegar a cobrar una pensión en su vejez.
Y es que no me imagino algunos oficios que se puedan desempeñar con soltura a tan avanzadas edades. Motivo por el cual, los empresarios, prescindirán de los servicios de los más veteranos cuando consideren que no cumplen las expectativas deseables. Con la reforma laboral, renovar plantilla o simplemente librarse de los trabajadores más maleados y conocedores de sus derechos, les va a salir de balde.
La oligarquía financiera se refrota ávidamente las pezuñas. Sus fondos y planes de pensiones se venden solos a fuerza de extender las consignas del miedo y la incertidumbre entre las acorraladas masas. Todos sabemos que es una medida que no creará empleo y reducirá los ingresos de la caja pública de pensiones pero, ¿alguien ha previsto contabilizar las consecuencias en relación al número de tragedias humanas que se avecinan?
Una legión de desesperados no es un enemigo desdeñable aunque hayan rebasado la década de los cincuenta. Si no se dan otras opciones de futuro, los gobiernos deberían considerar la posibilidad de eliminar con arsénico o estricnina a estos instrumentos desafinados que chirrían desestabilizando la escalofriante melodía que dictan los mercados. Podrían justificarlo como una compasiva eutanasia o incluso como un sacrificio al inefable becerro de oro que rige nuestros destinos colectivos.
En cualquier caso sería más humano que arrojarnos al muladar del desempleo y la marginación. Nos reducirían el tiempo de agonía.
No deben olvidar que la desolación puede trastornar la naturaleza pacífica de las personas. Quizás en un futuro próximo, si no nos dan a tiempo el «matarile», una tercera edad condenada al ostracismo sobreviva organizándose en bandas armadas que asalten bancos y furgones parapetados detrás de sus taca-tacas previamente tuneados para la acción.
Puede parecer una visión peliculera a lo Blade Runner. Pero la voracidad financiera fantasea hace días con ese estereotipo del trabajador «replicante», diseñado genéticamente para ser un esclavo dócil y fácilmente desechable.
Y los indicios nos demuestran que la ficción ya está cobrando vida.
Cosas veredes, Sancho, que harán temblar las paredes…