España, una, grande y libre de humos
Esta mañana me disponía, empujado por mi rutina diaria, a tomar mi desayuno en el bar de costumbre. Lo cierto es que, en un principio, no he notado grandes cambios. Poblaban la sala los parroquianos asiduos e incluso el ambiente no estaba menos cargado que el año pasado. Cuando me senté en la mesa de siempre, con mi café y el periódico, comencé a notar la nueva del 2011. En mi mesa ya no estaba mi cenicero.
Tras tomar mi café “descigarrado” y “express”, salí del recinto reinaugurado como “libre de humos”, y encendí mi pitillo del café, pero sin café, en la puerta del establecimiento sobre la nueva alfombra de colillas extendida por, y no para, la bienvenida de los clientes.
Hoy he vivido quizá el punto de inflexión de un hábito tan arraigado, y más en este país, como es el tabaquismo. Pertenezco a una generación de supervivientes criada entre nubes de benceno en la que el contacto con el tabaco podía ser incluso temprano con la debida supervisión paterna. El tabaco era anfitrión de fiestas y reuniones, y los adultos respetables, desde los tipos duros del cine y las divas más atractivas, a los sabios y los poderosos, se dejaban inmortalizar con aquello que hoy provoca tanto rechazo. Todo esto ha cambiado y el cigarrillo se ha convertido en los bubones de los apestados del siglo XXI.
El cambio ha llegado tras una larga y constante campaña reeducativa con el objeto de implantar unos hábitos que se deciden más sanos para nosotros. En muchas ocasiones, esta reeducación, más que conseguir disuadir a aquellos que nos resistimos a abandonar este pecado cívico, formó una conciencia de fanatismo paranóico entre muchos de aquellos que no habían adquirido el error o habían conseguido retomar el camino de los puros, y en los que tal intransigencia hizo desviar su punto de mira del objeto, al sujeto.
Culminando este proceso llega el “Día D”, en el que estos políticos que nos quieren y nos cuidan tanto nos regalan esta ley que pretende “avanzar en la protección de la salud de los ciudadanos”, y en algo, estar a la cabeza de Europa aunque sea a costa de promover mediante una normativa prohibitiva la autocontención de síndrome de abstinencia del fumador, implantando un régimen de “apartheid” tabáquico y un sistema de acusación inquisitorial de denuncias anónimas del que ya se ha empezado a abusar y no llevamos ni dos días. Por otro lado, como esta ley “…satisface las demandas de los ciudadanos, como corroboran encuestas oficiales recientemente realizadas”, podemos suponer que tiene el beneplácito de la mayoría del sector hostelero, aquel que tuvo que realizar un importante desembolso para el acondicionamiento de locales conforme a la ley de 2005 y que ahora deben de retirar, o aquel que eligió mayoritariamente registrarse como locales donde se permitía fumar y que ahora teme que la prohibición resienta su caja. Y, según los legisladores, tiene que ser así y no de otra manera, aunque mientras tanto se continúa recaudando con la venta legal y monopolística por parte del Estado de un producto que a todas luces parece atentar contra la salud pública o, por ejemplo, se mira para otro lado cuando aparecen cifras sobre emisiones de gases contaminantes, sin duda también nocivos para la salud -respecto al CO2, estamos a un 30,4 %, según MARM para 2008, alejados de los objetivos de Kioto-, pero estos son otros humos.
Sea como fuere, y las intenciones que pueda esconder, la ley está en marcha y, aunque nos pese, hemos de cambiar de hábitos porque aquí, salvo las protestas con la boca pequeña, no se estila eso de la desobediencia civil. Así que, como muchos, intentaré dejar de fumar una vez más para no ser un paria en la nueva sociedad “libre de algunos humos”, donde sus generaciones venideras quizá se extrañen al ver que Rick Blaine no salía a la puerta de su café para fumarse su pitillo y nadie le denunciaba por ello.