I. Las tribulaciones de Pepis
La señorita Pepis se levantó de mal humor. Ante el espejo no le gustó como le quedaba la melena, no en vano había tenido que agitarse la tarde anterior para leer la cartilla una vez más a sus muchachos. Por otra parte, recordó que tenía que advertir a la modista que ajustara más el talle de algún vestido, que en alguna foto y en la tele le hacía parecer un poco fondona. Menos mal que su estuche de maquillaje era una maravilla, tenía de todo.
Al llegar al despacho, no notó movimiento. Irritada, convocó de inmediato a su grupo creador de ideas. Seis tacones turiasonenses se dejaron oir por los pasillos, provocando el pánico. “¡Ideas, quiero ideas y rápido¡ ¡y más austeridad¡” “Si no sabeis, que os ayude vuestro Fonsi, el de las cuentas¡”. Las dispuestas colaboradoras fueron a buscar ideas por los pasillos, Meamont no les había dicho que les pedirían tanto. “¡Que panda de inútiles¡, musitó Pepis, “ si no fuera porque hay que colocar a tanta gente, yo me bastaría para mandar”. Mudito, que había oído el jaleo, se refugió en su despacho y, poniendo cara de ocupado, conectó por teléfono con el compañero monegrino para que le contara cómo iba su asunto con la justicia.
La señorita, en esos momentos de soledad, echó en falta a los gemelos incombustibles, siempre dispuestos a atacar y reengancharse de nuevo. Uno, dedicado a la cultura provincial; otro, nacido para estadista, estaría dirigiendo el país en la Corte. Y hasta la amiga que podía haberle ofrecido una verónica, estaba lejos en Europa. ¡Y ella exilada en Ragón, el culo del mundo!
Buscó consuelo en su tricotosa y empezó a tejer una bufanda. Se sintió mejor con el pensamiento de que podría aliviar con ella el frío de algún menesteroso, como compensación a los recortes que habría que aplicar.
“Aquí hace falta mano dura”, pensó la señorita Pepis, y se dispuso a actuar.