11/11/2011

Ojala Canfranc fuera francés

Una de mis grandes pasiones es poder escaparme unas horas de España para, furtivamente y casi de puntillas, poder disfrutar de la Francia pirenaica y sus tierras vírgenes, con sus carreteritas serpenteantes y sus numerosas fuentes de aguas cristalinas.

Digo que es una de mis pasiones y no es cierto, porque esa pasión no hace mucho que la descubrí, cuando un día, deseoso de airearme un poco decidí irme al país vecino a conocer los pueblecitos casi perdidos que aportan algo de humanidad al idílico entorno. Pero desde que pasé aquellas horas con un pie en Francia y otro en Aragón, viajar a ambas caras del pirineo se ha convertido en algo importante para mí.

Volvería a mentir, sin embargo, si no mencionara que del extenso pirineo aragonés tengo una especial predilección por Canfranc. No por el propio pueblo de Canfranc, ni siquiera por las nuevas y atrayentes urbanizaciones sacadas de la manga que son vendidas al vecindario pirenaico como un símbolo de progreso que en realidad, como todo símbolo del progreso, no es tal. Mi pasión por Canfranc se materializa en su estación, ese enorme y enigmático edificio que parece oponerse a la imagen campestre y pura del espacio en el que se encuentra. La descubrí cuando era tan solo un niño, cuando estaba ya abandonada y era un símbolo condenado a su propia desaparición. Un símbolo que alude a una necesidad y a un sueño que se pierden en los anales de la historia aragonesa y que nunca se llegó a hacer realidad en esta España casi siempre mediocre, interesada e hipócrita.

Existe un ensayo tan interesante como accesible a todo el mundo que analiza la realidad aragonesa de finales del siglo XIX: ¡Vamos muy despacio!, de Joaquín Gimeno F. Vizarra. Hay un capítulo dedicado exclusivamente al mayúsculo esfuerzo de Aragón por abrir un paso ferroviario en condiciones por Canfranc que comunicara España con Francia. Quizás el hecho en que se plantease esta idea a mediados del siglo XIX responde a la ilusión que despertó la instauración del liberalismo isabelino y la posibilidad de que nuestra rojigualda nación decidiera abrirse con mayor ímpetu a Europa y comenzar una auténtica revolución industrial. El proyecto, aunque considerado importante por la mayoría de los gobiernos nunca llegó a consolidar en una obra que se pretendiera ejecutar con la nobleza y determinación necesarias. De hecho, si hoy podemos admirar la bellísima estación de Canfranc es gracias a una carambola política, alejada de la realidad y lo que realmente correspondía, en la que Alfonso XIII, consciente de la necesidad de establecer un paso ferroviario que conexionara con Europa, vino a fijarse en el olvidado y polvoriento proyecto del Canfranc al no simpatizar, por motivos ideológicos, con las alternativas catalana y vasca. Y aunque discreto y limitado, Aragón y Canfranc tuvieron su estación y su pequeña conexión ferroviaria, que de haber prosperado con la justicia que correspondía a la obra realizada habría sido la puerta grande de acceso a esa Europa que aún en nuestros días sigue quedando lejana y distante.

Si una cuestión ideológica hizo, otra deshizo. El mal de España y de toda sociedad democrática basada en la mentalidad del interés y en el individualismo es ese pérfido interés representado en política mediante el voto. Aragón, tierra despoblada y poco considerada por sus hermanos españoles y sus vecinos franceses, tan solo pudo admirar la obra arquitectónica de su estación y mirar como los trenes traqueteaban lejos, tanto hacia el este como hacia el oeste, y la construcción quedaba sometida amargo estado del abandono.

Pero ahí sigue, impertérrita, sin inmutarse; una joya arquitectónica que haría las delicias de cualquier país que no fuera España; cerrada, desvencijada pero con el aire señorial que solo la Historia le supo conceder. Porque aún dejada y desperdiciada fue espectadora de los pactos y las reuniones más polémicas y trágicas, del paso de personajes variopintos, incluso de los hechos que hoy forman parte de leyendas cuya veracidad aún está por constatarse.

Canfranc y su estación son parte de nuestra Historia guste o no guste dentro y fuera de Aragón. La estación parece resistir al futuro al que la sigue condenando España y ahora también Europa tras el rechazo de la Travesía Central, que seguro hubiera rehabilitado el edificio impidiendo que con el tiempo acabe hecho escombros.

Es injustificable, incluso aunque se rechace un proyecto como la Travesía Central, que tanto desde Zaragoza como desde Madrid se tenga tan olvidado ese monumento de nuestra historia, ese orgullo ferroviario que ya quisieran tener nuestros vecinos. Quizás por aquello de que a falta de reflexión y conocimiento no sabemos valorar lo que tenemos hasta que lo perdemos, ojalá Canfranc y su estación hubieran sido francesas. Porque aunque Francia no es la panacea y en cada país, como dice el dicho popular, cuecen habas, seguro, sin riesgo alguno de equivocación, que semejante enclave, digno de toda admiración, hubiera sido conservado y honrado con un mínimo más de esmero que lo sabemos hacer aquí. Entonces Canfranc sería otro Canfranc y a este lado de la frontera pirenaica envidiaríamos, como imbéciles que somos, la suntuosa construcción que poseen nuestros vecinos, tirándonos de los pelos por no haber tenido una cultura como la francesa. Olvidando, todo sea dicho, que no es la cultura la que hace, sino la humanidad de la que brota, y que España, por mucho que estemos en el falaz siglo XXI, sigue siendo España. La de siempre, la de ayer.