Edward Hopper. El color del vacío, el espacio de la ausencia
Recientemente se ha inaugurado en las salas del Museo Thyssen de Madrid, una importante exposición sobre el pintor Edward Hopper, que permanecerá abierta hasta el 16 de septiembre.
En todas estas obras reconocemos los elementos que le harían famoso, pero bastante tardíamente, sobre todo, en el ámbito museístico europeo, a donde no llegaría hasta los años ochenta. En el caso español, ésta sería la segunda gran muestra dedicada al maestro neoyorquino, después de la celebrada en la madrileña Galería de Juan March, en el lejano 1989.
Su obra pictórica es una fuerte apuesta personal en un contexto, el de mediados del siglo XX, en que los referentes estaban cambiando, y Nueva York, a pesar de convertirse en la capital artística del mundo, parecía una sucursal del viejo París de las vanguardias. Es una manifestación inédita la suya de coherencia y continuidad en un transcurso tan variable y cambiante como es el arte de esa centuria. Se mantiene inalterable sin hacer mucho caso de los dictados de la crítica, que se va a encargar de encumbrar presupuestos estéticos que poco tienen que ver con lo que él está planteando. Resulta casi un tópico hablar de la oposición con el Expresionismo Abstracto, materializado por Jackson Pollock, entre otros, en la práctica, y defendido en la teoría por Clement Greenberg. A ese olvido premeditado, se une el hecho de que Hopper no era muy amigo de estar presente en los “saraos” culturales (inauguración de exposiciones, colaboración con galerías privadas, etc.), un nuevo ámbito que se va a convertir en básico para que los artistas se den a conocer, como llevarán al paroxismo los artistas pop.
La historiografía tiende a enfrentar a ambos autores, algo que es plausible en el momento culminante de sus respectivas carreras (años cincuenta), pero en sus comienzos discurrieron por caminos similares como certifican los contactos con algunos miembros destacados de la Ashcan School (Escuela del Cubo de la Basura), Robert Henri, etc., dentro de un descarnado realismo, inspirado en las escenas callejeras de la ciudad de Nueva York, como paralelamente estaban recogiendo con sus cámaras los integrantes de la reivindicativa Photo League (Berenice Abbott, Margaret Bourke-White, etc.). Por encima de todo, el realismo y la figuración van a ser las pautas en que Hopper se va a mover, aun a costa de la modernidad estilística, que nunca echó en falta, nunca le preocupó y nunca buscó.
Desde el punto de vista temático, seguiría reproduciendo esas escenas particularmente reconocibles, tanto de exteriores como de interiores urbanos, haciéndonos partícipes de un inexplicable vacío y sentimiento de soledad, compañeros habituales del hombre moderno. Nadie retrató lo inmóvil como Hopper, individuos tomados casi siempre de cuerpo entero, en escenarios despojados donde no sucede absolutamente nada, donde existe un delicado equilibrio de presencia entre los seres vivos (aunque en ocasiones el espectador lo dude) y el mundo inerte (que parece tomar vida). Habitaciones de hotel cuyas ventanas se abren a un cielo uniforme y a una superficie cubierta de modestas casas de ladrillo rojo, teatros, cines y gasolineras vacías, que nos recuerdan las del fotógrafo Ed Ruscha. Espacios y fachadas de una ordenada composición geométrica, en la que la propia luz adquiere esa misma condición, cuidadosamente estudiada, y aprendida, como expone una de las máximas especialistas del artista, Gail Lavin, del estudio de los pintores históricos holandeses (Rembrandt, Pieter de Hooch, Vermeer de Delft), algunas de cuyas obras tenía al alcance de la mano en el Metropolitan Museum de Nueva York. Ello da idea de su amplia formación pictórica, completada con el viaje a París de 1907, donde conoció a los autores postimpresionistas y fue testigo directo de la gestación de las primeras vanguardias. No obstante, para Hopper la forma y el color no eran valores autónomos, sino que, contrariamente a lo que preconizaban las nuevas estéticas, debían asumir una función eminentemente descriptiva.
Por otra parte, era poseedor de una visión no complaciente con la idea del “sueño americano”, más bien un reverso cargado de claroscuros, bastante diferente al que propugnaba en sus pinturas Norman Rockwell, pensadas para congraciarse con un supuesto sistema de vida que, más que nada, era un mensaje publicitario/propagandístico poblado de estereotipos que se encargaban de transmitir los mass media como Reader´s Digest o Life, en la prensa ilustrada, determinado tipo de cine y la televisión[1].
Otra asociación recurrente que se hace a la hora de hablar de la obra hopperiana es el cine negro, con el que muchos han establecido relaciones iconográficas, y de auténtica puesta en escena (no hay más que recordar Nighthawks (Halcones de la noche) (1942), que, por cierto, no se expone en esta ocasión), como si las pinturas de Hopper fueran momentos congelados –auténticos fotogramas- de una enigmática historia, dentro de una secuencia cinematográfica. Un género cuyas tramas, desarrolladas entre sombras, nos presentan una forma de realismo sin medias tintas, que nos sitúan ante nuestra verdadera identidad, deseos y pasiones, frente al optimismo desaforado de la comedia musical o la épica heroica del western, de nuevo, expresión del sueño americano. No es extraño que los cineastas (y novelistas) clásicos del género negro se ocuparan de esos inadaptados solitarios que eran los detectives privados, y tampoco lo es que otros realizadores, que plantean un similar sentimiento de soledad aplicado al hombre (post)moderno, lo recuperasen para sus protagonistas, como el Travis de París, Texas (Wim Wenders, 1984).
Generalmente, la mayor disensión a lo establecido, se produce desde el propio interior de ese statu quo, como ilustra la obra pictórica de Edward Hopper o la fotografía de reportaje de Robert Frank y William Klein, que se alejan de las típicas postales neoyorquinas centradas en el Empire State Building o el Puente de Brooklyn. Todos ellos se ocupan de un particular paisaje humano, con un interés renovado más que por lo exterior superficial y por la perpetuación de “lugares comunes”, por la profundidad introspectiva, por los sentimientos y aspiraciones de personas que, aunque anónimas, también reclaman su lugar en el mundo.
Cuando se dice que una vez pintado no importa que la realidad desaparezca, en cierto modo se está reflejando la aspiración del artista, el cual no busca la perfección porque ésta es la negación del arte, quiere aprehender lo inaprehensible. Un ejemplo de la inevitable unidad de lo fragmentario es que cada uno de los elementos que componen las obras de Hopper, por ejemplo, Cape Cod Morning (1950), forman un todo, la luz, el color, la distancia que separa a las figuras, todos estos elementos van definiendo a sus personajes, los cuales forman parte de su narrativa.
En este sentido, el estilo de Edward Hopper es considerado como incipientemente postmoderno porque retrata algo particularmente aislado y urbano. Incluso en sus localizaciones hay una sensación de intensa soledad que afecta a los cuadros y que adquiere mucho sentido a la hora de representar la imagen neoyorquina del siglo XX en el cine.
Hopper puso de manifiesto que las imágenes que creamos parten de la realidad, sin embargo son expresión de un mundo interior íntimo, propio. Lo que Hopper consiguió fue lo más difícil, dar forma al universo interior de sus personajes. Sus figuras detienen el tiempo para reflexionar, son personajes observados mientras toman café o mientras miran por una ventana como excusa para pensar en torno a su ser y su existencia, analizados por ojos extraños que miran sin ver, sin conocer.
Jacobo Henar Barriga y Francisco Javier Lázaro Sebastián