Pablo (Serrano) y Juana (Francés). Una lección de amor y arte
Un domingo, hace un par de semanas, aprovechando una mañana deliciosa, con ligera brisa y muy luminosa, hicimos paseo familiar al Museo Pablo Serrano. (A todos nos parece muy bien eso de IAACC: Instituto Aragonés de Arte y Cultura contemporáneas, aunque no creo que prospere para el gran público; ni entiendo tanto miedo a la palabra museo, sustituida por Instituto, Centro de Interpretación y otras).
Pablo donó su obra muy generosamente para que ahí, donde su abuelo fuera obrero, creciera un gran museo: se hizo, aunque con mil problemas, tuvo expuesta una gran muestra, espléndida, magníficamente visitable en un paseo a varios niveles, y un día pensaron los dirigentes de turno del Gobierno de Aragón (finalmente propietario único) en reconvertir una edificación reciente, muy céntrica, no demasiado visitada, en un centro de fuste internacional. Es bellísimo. José Manuel Pérez Latorre se ha lucido aún más que con el primer museo, casi más que con el famoso y tan querido Auditorio.
El día de la inauguración acudí por mi vieja querencia de Pablo, tantos recuerdos nos unen, y también por las desazones que proliferaron en el Patronato al que pertenecimos, junto con rácanas instituciones financieras y desinteresados poderes públicos, un grupo de sus amigos. Pero había tal multitud arracimada en unos y otros lugares, que era imposible ni saludar, ni entenderse, ni tener un poco de paz. Quedó para otras visitas. Por ejemplo, los dos últimos Premios de las Letras, en los que muy gustoso acompañé, encontrando acomodo para mi dolorosa artrosis, al poeta Ángel Guinda y al novelista Ignacio Martínez de Pisón.
Un acierto, el uso de ese aparentemente pequeño salón, habitualmente casi sin mobiliario, que da a María Agustín y desde el que se ve una ciudad ajetreada. Quizá, si un día sigue creciendo el público, ya muy numeroso, haya que pensar en otros sitios. Esos días, cansado y deseoso una vez más de paz y silencio, no subí a la terraza. Pero sí en esta reciente visita. Sólo por aquélla vale la pena la pequeñísima molestia (¿por qué sabe a tan lejos a los zaragozanos este precioso edificio, y no tanto quizá la estación de Delicias?). Se ve una ciudad plana, de alturas casi uniformes de ocho o diez pisos, pero destacan la sede del Gobierno, el Pignatelli, con su cúpula dorada; el Hospital; la esbelta torre de San Pablo; el Pilar y la Seo, el Ebro; las obras muy avanzadas del centro cultural de la Caixa…
También habíamos estado muy pocos días antes en el precioso acto de entrega de la Sabina de Oro a Pilón Maldonado, treinta años en la Casa de la Mujer, una labor impagable, y la de plata a Paula Ortíz, la estupenda y encantadora directora de cine. Fue un acierto elegir la terraza, donde varios centenares de personas aplaudíamos con gozo la labor de esas y tantas mujeres generosas (y el recuerdo de Ángela López: allí estaba Tim Bozman, su esposo), y abrazar a Carmen Angás, tan valiente y esperanzada, junto a su amoroso compañero Pepe Bada.
Y desde la terraza hicimos el descenso. Primero, contemplando emocionados la gran exposición de Juana Francés, la compañera adorada de Pablo, ella también del grupo El Paso, saltando entre figuraciones y no figuraciones, la fuerza de las formas, la soledad y el dolor. Merecían salir de los almacenes obras tan maravillosas, que debieran mostrarse, no sé si así o de otro modo, permanentemente. Porque esa fue otra sorpresa: la colección de Pablo, muestra de sus diversas etapas y estilos, amplia, deja sin embargo fuera obras preciosas, como las meninas e infantas y muchos retratos, etc. Su disposición en varios niveles despista bastante, sobre todo cuando te dice un guarda que tras bajar dos medios pisos, no hay acceso a la salida y debe volverse a subir a la segunda planta, salvo personas con problemas. Callé mi artrosis mejorada por estos días de calor, hasta el punto de abandonar (temporalmente, me temo) el bastón, y mi hija cargó con el cochecito de nuestro nieto, porque a casi nadie le gusta un trato especial si no es imprescindible. Pero quedamos estupefactos de esa broma, no sé si del arquitecto, de nuestra vieja amiga Marisa Cancela, eficiente directora del Centro, o de quien montó la Colección.
Tanto la imagen externa, un poco a lo Pompidou, como los amplísimos espacios interiores, las escaleras mecánicas interminables, elevan mental, emocionalmente al visitante. Y no digamos la sorprendente exposición temporal (pero hasta casi Navidades) que se ofrece en colaboración con la Neue Nationalgalerie de Berlín: un inmenso tambor de materiales textiles, con cientos de dibujos de mil colores, obra del norteamericano Frank Stella suspendida en el aire, anclada en una increíble estructura creada por el valenciano Calatrava. Otro acierto. Vale el viaje, lectores de todas las provincias en torno a Zaragoza, aragonesas o no. Estamos hablando de arte superior; y de amores.