Nunca más bello que el silencio
Aragón ha sido durante toda su historia tierra de valentía, lucha y rasmia, de exiliados y de emigrantes. Desde lo más profundo de los trigales hasta las calles alienadas de la ciudad, sus habitantes han tratado siempre de no hundirse en la adversidad y mirar siempre hacia adelante, buscando la solución a sus problemas y luchando por los suyos, construyendo la esencia de nuestra tierra.
Durante la Guerra Civil a los oficiales soviéticos les gustaba mucho Aragón. Decían que les recordaba a su tierra. Supongo que el invierno y la nieve acumulada en la adusta campiña del Bajo Aragón propiciaron lazos de arraigo que les traían el recuerdo de las estepas interminables y las montañas rocosas cómplices del desierto helado que se extendía a sus pies. Aquel invierno -y supongo que los turolenses sabrán a qué invierno me refiero- fue especialmente frío y húmedo. Quizás, el más frío y húmedo que haya vivido Aragón en toda su historia reciente. Las piernas se hundían varios palmos en la esponjosa nieve y algunas mujeres se afanaban, desafiando al intenso frío, en tareas campestres de aparente futilidad entre el caos y la destrucción de la guerra.
Como Rusia, Aragón también es una tierra áspera, ruda y difícil. Sus raíces se hunden en lo más profundo y desangelado del paisaje rural, en la vida de campo y en las complicadas relaciones entre sus gentes. Personas habituadas a un entorno hostil pero también, de alguna manera, fraterno y luchador. Comprender Aragón implica perderse entre sus gentes. Hacen falta muchos retratos de familia para llegar a sentir nuestros orígenes y la procedencia de ese orgullo tan nuestro.
Pasear por las calles de Zaragoza puede sumergir a un buen observador en la esencia aragonesa. Independencia tiene mucho de Avenida Nevski, con su distribución del espacio afrancesada, sus edificios decimonónicos y sus tranvías como simbología de una modernidad que realmente no existe. De idéntica manera, Sagasta se abre en Paraíso, que extiende sus brazos hacia Gran Vía y paseo Pamplona y Damas. Entre edificios proletarios y grises se erigen los cines Elíseos, el último suspiro que nos queda de la obsesión burguesa de principios de siglo por abrazar la Ciudad Luz y también, uno de los pocos recuerdos vivos que nos quedan de una época de cines y teatros. Hasta hace pocos meses aún podía contemplarse el destartalado y cincuentón cartel de los cines Mola, ahora convertido en un restaurante de comida rápida, como los Goya, que antes fueron teatro y ahora un edificio de oficinas, o los Argensola, transformados en un luminoso pasaje comercial. Peor suerte corre el Fleta, olvidado y condenado casi definitivamente a desaparecer. Un poco más adelante, junto al edificio de la Confederación Hidrográfica, se encuentra la residencia de los Lozano Blesa, que a pesar de su aparente estado deterioro aún puede verse la tenue luz del vestíbulo refractada en la vidriera. La calle Lagasca es el comienzo del barrio de los alemanes, entre fachadas de antiguas residencias burguesas esculpidas como obras de arte, construcciones franquistas, tiendas de moda y otras de todo a cien aderezadas por la fulgurante presencia de Mercadona. Y de mensajes de amor, escondidos en el rincón más recóndito de la ciudad, como el que se deja ver pintarrajeado en la acera de la apacible calle Mariano Royo.
Como los personajes a los que evocan, Zaragoza es una ciudad construida sobre sus propias ruinas. Como el ave Fénix que renace de sus cenizas, Zaragoza se alinea en la inmortalidad del espíritu de esta tierra. El edificio de una estación abandonado y en desuso o el Tubo que renace siguiendo la estela de El Plata de Bigas Luna y de las Bodegas Almau son el alma máter de una ciudad milenaria que ha perdido mil veces su esencia y la ha vuelto a encontrar. Porque la esencia de Zaragoza no es la renovación, sino su eterna reconstrucción, su eterno retorno al comienzo después de haber superado el final. Ni siquiera su pasado hegemónico ha sobrevivido a su espíritu de tesón y lucha. Suchet diseñó el paseo de la Independencia como una obra de arte que recordara por siempre la victoria francesa en la ciudad y eliminara, al mismo tiempo, las ruinas que delataban el tesón de los zaragozanos durante los meses de resistencia y guerra. Un símbolo francés convertido irónicamente en el justo homenaje a los fieles defensores de la ciudad. La plaza de los Sitios, por su parte, intenta ser un jardín de la paz consagrado al recuerdo por los caídos en la Guerra de la Independencia, pero éstos no están entre sus árboles ni en las flores que adornan su fuente, sino en el frontal de Santa Engracia, el único resto que nos queda de lo que fue una de las construcciones más hermosas y más relevantes históricamente.
Precisamente Santa Engracia, quien desde Lusitania llegó a Caesaraugusta y fue ejecutada por su fe cristiana sin reblar en su afirmación. O Miguel Servet, quemado por la inquisición en Ginebra por sus tratados de Medicina. Como Santa Engracia o como Miguel Servet, Aragón es tierra de exiliados y de emigrantes, de hombres y mujeres valientes que lucharon por los suyos y por su propia existencia frente a la hostilidad de su sociedad. Canfranc, la puerta con la que la burguesía rural aragonesa soñaba llegar hasta París, se convirtió en una gran ventana hacia la salvación para miles de personas que huían de la ignominia de la guerra. Boris Souvarine, uno de los fundadores del Partido Comunista Francés, también paseó, solitario y desencantado, con el ala de su sombrero ligeramente inclinada, por las melancólicas calles de Zaragoza, bajo la lluvia de otoño y las fugaces miradas de los transeúntes. Considerado por la Unión Soviética un estorbo, expulsado del propio partido que fundó y vigilado por los aliados, había visto cómo los nazis quemaban su amada biblioteca en París. Aragón fue el comienzo de un largo exilio que duraría de por vida.
Podría seguir nombrando personajes. John Dos Passos, George Orwell, Joaquín Maurín, Idelfonso Manuel Gil o Gumersindo Sánchez y Mariano Joven. Cualquier familia con orígenes aragoneses tiene historias como éstas que contar. A ningún aragonés le faltan héroes entre sus antepasados. Personas de las que enorgullecernos o avergonzarnos, pero siempre personas que lo han dado todo por los suyos configurando, con su espíritu, el alma de esta tierra.
Aunque no todo el mundo lo vea, cada pueblo es un homenaje a nuestros antepasados. La casa del pueblo sigue siendo su obra y su memoria, y regresar a ella es volver a abrazar esos orígenes, declarar que no nos hemos alejado lo suficiente como para confundirnos en la homogeneidad del mundo. Al igual que la impresión que causa un cementerio, por pequeño y olvidado que sea, el día de Todos los Santos. Son actos que, con el paso de las generaciones, se van diluyendo en la rutina y en la distancia del tiempo.
Aragón es tierra de personajes ejemplares y valientes que siempre han luchado por levantar de nuevo la cabeza y la de los suyos. Tierra de letras, de cine y de pensamiento. Tierra de amor y odio, de fortaleza y de espíritu. De rasmia, al fin y al cabo.
¿Quién puede no sentirse orgulloso de vivir en una tierra así? Yo, al menos, lo estoy. Y tenía que decirlo.