Ramón Gil Novales, Hijo predilecto de Huesca
La ciudad de Huesca ha homenajeado a uno de sus hijos más preclaros, el escritor Ramón Gil Novales, proclamándole el pasado 22 de enero Hijo predilecto. El autor de, entre otras novelas y obras de teatro, de “La baba del caracol”, la más importante novela aragonesa sobre nuestra emigración, colaboró con frecuencia en el viejo Andalán de papel. Y, aún más por lo primero que por lo segundo (por lo que siempre ha sido muy querido entre nosotros), reproducimos, con permiso del autor, una excelente entrevista que publicara hace algún tiempo en “Las Cuatro Esquinas”.
Ramón Gil Novales: La literatura como obligación moral
Texto: Víctor Pardo Lancina
Ramón Gil Novales siempre regresa a Huesca. Vive en Barcelona desde 1955, allí ha compuesto toda su producción literaria, estrenado sus piezas teatrales, tratado durante años al gran escritor catalán Salvador Espriu y allí ha frecuentado también a los más caracterizados integrantes de la generación de los 50, a la que pertenece, entre otras razones, por la calidad de su escritura y las inquietudes sociales y estéticas compartidas. Pero nunca ha dejado de retornar a su tierra, porque su lengua, dice, y los paisajes de su vida y los tipos humanos que alimentan los caracteres de sus personajes son los de Huesca, los de la infancia, el lugar donde nació en 1928. Precisamente la última novela que ha publicado, Mientras caen las hojas (Prames, 2008), está ambientada en un espacio literario identificado como Barasona, pero que en realidad es su ciudad, y el argumento la Guerra Civil, el más desgarrador suceso del siglo XX español, un tema recurrente en su narrativa que le provocó un enorme impacto emocional en la niñez.
Ramón Gil Novales, que también ha sido traductor −Henry Miller, Roger Caillois, Peter Brook, Virginia Wolf, Hanna Arendt…−, se dio a conocer al mundo literario con una pieza teatral, La hoya (1966), a la que siguió uno de sus trabajos más celebrados, Guadaña al resucitado (1969), drama sobre el caciquismo de referencias valleinclanescas; asimismo para el mundo de la escena ha escrito Trilogía aragonesa (1990), una de cuyas propuestas escénicas, La urna de cristal, se sitúa en la ciudad de Oncilia, de perfiles urbanos reconocibles y en un tiempo de conflicto no menos localizado. Sólido narrador igualmente, construye sus obras con rigor, autoexigencia y un lenguaje preciso, meticuloso y gozosamente expresivo, asumiendo el compromiso intelectual y creativo que reclama una literatura que no entiende de modas ni de oportunismos mercantiles. Así, cabe señalar Voz de muchas aguas (1970) y La baba del caracol (1985), o sus libros de cuentos Preguntan por ti (1974), El sabor del viento (1988) y ¿Por qué? (2005), entre lo más sobresaliente de la literatura aragonesa contemporánea.
Lamenta, con todo, no gozar en su tierra del reconocimiento y la fortuna crítica que otros ámbitos no le han negado. No obstante, su capacidad para la ironía, un sentido del humor a prueba de ingratitudes, la fidelidad a sí mismo y por encima de todo, el amor a los orígenes, hacen de este inteligente y ameno conversador una referencia insoslayable en el mundo de la cultura, sin provincianismos fatuos ni estrecheces.
Ramón y el historiador y catedrático Alberto Gil Novales (Barcelona, 1930), son hijos de un funcionario de la Diputación Provincial de Huesca nacido en Boltaña, también llamado Ramón, y de una maestra oscense de orígenes navarros y riojanos, Concha. El abuelo materno, un hombre emprendedor que emigró a Buenos Aires, a la vuelta se estableció en Huesca, abriendo un taller y fábrica de alpargatas en la plaza de Santo Domingo. Metido posteriormente en negocios de construcción levantó viviendas en la calle Cabestany, donde nació Ramón Gil Novales el 25 de noviembre de 1928. El futuro escritor cursó en San Viator los primeros años de colegio, en el viejo caserón de la calle Villahermosa, para pasar al Instituto Ramón y Cajal donde hizo el bachillerato, un tiempo de «revelación», dice, en un clima de enfrentamientos.
Pregunta.- El argumento central de su última novela es la Guerra Civil. ¿Cómo vivió usted aquellos años de la infancia?
Respuesta.- En realidad toda la guerra no la pasamos aquí. Cuando las cosas se pusieron mal con los bombardeos nos fuimos a Tafalla, allí mi abuela tenía una hermana y estuvimos en su casa una temporada. Luego supimos por mi padre, que trabajaba en la Diputación y nunca lo molestaron, que las cosas se habían calmado y volvimos. Precisamente entonces hubo un bombardeo terrible, uno de los peores que se recuerdan y que casi nos cogió de lleno. Estábamos al lado del bar Pozal, muy cerca de la Diputación, y cayó una bomba en una casa que había enfrente, era un restaurante. Nos refugiamos en una tienda de tejidos al lado del bar. Nos volvimos a marchar, en esta ocasión fuimos con la abuela y mi madre a Embún, donde había nacido mi abuelo paterno, y allí estuvimos bastante tiempo porque aquí cañoneaban casi todos los días. Nos dejaron una casa cerca del río y en aquel lugar pasamos unos largos meses que me fueron muy bien. En Embún yo era un pequeño mozo más en el pueblo y viví esa vida en contacto con la naturaleza y a pedrada limpia… lo recuerdo con mucho afecto.
P.- Por tanto no pasó mucho tiempo en la ciudad, sometido al cerco…
R.- El suficiente para saber que la cosa era grave, pero huyendo, sí.
P.- ¿Supo de algún modo que detrás de los bombardeos, el trasiego de soldados, los desfiles y las consignas había otra guerra, más cruel sin duda, que era la de la represión, la cárcel, los fusilamientos de republicanos… la que aparece en su obra?
R.- Se tiene conciencia de que hay algo extraño, muy malo, pero no exactamente de lo que es. Una de las cosas que ocurrían era el máximo silencio para protegerse la familia, y además para no provocar una preocupación innecesaria a los niños. He dicho en algún momento a propósito de mi novela que está fabricada con fragmentos de cosas, una pequeña frase sin terminar, una mirada, una visita inesperada… son elementos que no te permiten formar una idea de conjunto, de cuerpo, de qué hay después… Yo no sabía que fusilaban, aunque alguna vez recuerdo que pregunté, ¿qué son estos tiros? y me decían, el frente… Vivíamos en Cabestany y cuando fusilaban en el cementerio oíamos los tiros. No entendía qué pasaba exactamente, pero sabía que había algo.
P.- Usted hizo su primer curso de instituto en 1938, allí el conocimiento de la guerra sería más concreto.
R.- En el instituto había una cosa llamada «permanencias», que consistían en que a partir de una hora de la tarde nos teníamos que quedar a estudiar en una clase inmensa que resultaba de la suma de varias. Había un solo profesor, uno de los que recuerdo era Luis Mur Ventura que con su gran bigote se sentaba a presidir la permanencia. Si había lío, apuntaba en la pizarra «+ 5 minutos», si seguía la bronca «+ 10 minutos…». Hay que pensar que los más mayores venían del frente, era gente que no había terminado el bachillerato y la guerra les rompió los planes de estudios. Terminaban el bachillerato en Huesca. Yo no había cumplido los diez años en el primer curso y veía que había expulsiones todos los días, que uno se meaba por allí, otro se la pelaba, aquel venía con pistola, otro con fulminantes, soltaban ratas… hubo de todo y a mí se me abrieron allí los ojos puesto que venía de un mundo de silencio y aquello era una especie de juerga universal, incontrolable, un subproducto de la Guerra Civil. Hay que señalar también que el instituto de Huesca, inmediatamente después del fin de la guerra fue una mezcla de gentes, hijos de militares de cualquier parte de España, andaluces, gallegos… Eso, además, creaba una sensación de ciudad grande, el pueblo se había perdido, pero cuando todo se disgregó y se quedaron aquí los que mandaban, unos pocos, entonces es cuando esto se convirtió en aldea, en la aldea pecaminosa que nos agobiaba.
Profesores castigados en el Ramón y Cajal
P.- ¿Cómo recuerda sus años de adolescencia en Huesca, el tiempo del bachillerato en una ciudad inmersa todavía en el ambiente de la contienda?
R.- Afortunadamente hice el bachillerato en el Instituto Ramón y Cajal. Y digo afortunadamente porque al lado de profesores muy conocidos, que yo entonces no sabía cómo pensaban ni qué habían hecho, teníamos unos cuantos profesores que habían sido enviados a Huesca castigados. Eran profesores que nos abrían horizontes, muy disimuladamente es cierto, pero los señalaban. Nos dábamos cuenta de que había cosas que no encajaban… Para mí fue una experiencia enormemente abierta, satisfactoria, esperanzadora y al mismo tiempo desconocida. ¿Qué significaban estas personas, sus gestos, su manera de hablar, sus silencios? Yo sabía que detrás de lo aparente había un mundo distinto al mío, mejor, pero no lo conocía.
P.- ¿Podría nombrar alguno de estos profesores?
R.- Un profesor que ha fallecido hace poco tiempo, con el que luego mantuve una relación de amistad, ¡no iba a misa…! No ir a misa en los años 40 era terrible. Era el profesor Eduardo Vázquez. Después, alguna vez, le dije, mira, no sé lo que me enseñaste de inglés, pero me enseñaste algo mucho mejor, la libertad, la libertad individual, la libertad de pensamiento… Yo me decía, este hombre no es tonto, ¿por qué no va a misa? Esas pequeñas cosas se iban enlazando, entraban en nuestras vidas poco a poco y luego tú las elaborabas…
P.- ¿Cómo se manifestaba esa distancia entre vencedores y vencidos? Entre sus compañeros habría hijos de la gente de orden e hijos de «rojos», también de fusilados… ¿Se percibían esas diferencias?
R.- Lo explicaré con una anécdota. En quinto o sexto de bachillerato, el padre de una compañera de clase estaba relacionado de alguna manera, supongo que profesionalmente, con el teatro Olimpia. Nos sacaba entradas de anfiteatro el sábado para toda la clase. Entonces el curso de la Guerra Mundial estaba cambiando, Hitler perdía y ganaban los aliados y eso se podía advertir sutilmente en el NO-DO. Yo era aliadófilo y la mayor parte de la clase no lo era, de manera que se volvían hacia mí desafiantes y provocadores… Alguno de la clase me decía, yo estoy contigo, pero no lo puedo decir. Yo sí podía decirlo porque durante la guerra nadie se había metido con mi familia y por eso tenía una cierta libertad y la expresaba. Esas diferencias, no obstante, no me crearon enemigos, me crearon discrepantes… me acorralaban en medio de discusiones feroces. Debo decir también, que si tenía información sobre la guerra era por Eduardo Vázquez, que nos traía a la clase de inglés en la que estábamos siete, un ejemplar del The Times editado en papel biblia. ¡Yo desembarqué en las playas de Normadía con las fuerzas aliadas sin moverme del instituto…!
P.- El profesor Eduardo Vázquez aparece como personaje literario en la novela de Michel del Castillo, El crimen de los padres. Usted conoció al escritor madrileño y francés de adopción…
R.- Conocí a Michel del Castillo como alumno suyo de francés. Con un compañero de curso llamado Jesús Mota, ya fallecido, buscamos un profesor de francés y alguien nos dijo que él podría darnos clase. Venía a casa, a Cabestany dos o tres veces por semana. Era muy reservado, adoptaba un tono muy profesoral. Era un hombre moreno, de cierta elegancia, muy francés en su pose. Cuando le pagábamos, luego lo veíamos en el Flor tomando café… Este hombre tenía que disimular para poder vivir. Yo lo recuerdo pasando a comulgar en la Compañía con un fervorín que ni el más carca… supongo que tendría que hacerlo. Yo vivía con mis padres y no me veía en esa circunstancia, pero él estaba en otra situación. Sabía que era un forastero… que estaba en Huesca exiliado o algo parecido, pero nuestra relación fue muy formal, episódica, muy contenida y duró unos pocos meses. Luego leí su libro, pero no he tenido más relación con él.
P.- Tras el bachillerato fue a la Universidad de Zaragoza.
R.- Empecé Derecho, pero lo dejé, no me interesaba nada…
P.- ¿Qué leía usted en aquellos años? ¿Había algún librero en Huesca que guardara en la trastienda obras perseguidas por el régimen?
R.- Si existía ese librero, yo no lo conocí. En Barcelona después sí, pero en Huesca no puedo decir que los hubiera. Empecé a leer por mi hermano, en Embún. Yo iba en bicicleta, o tiraba piedras contra los mozos del pueblo… entraba, salía… mi hermano no hacía eso y se quedaba leyendo, con un libro toda la tarde, y eso me maravillaba. Decidí probar y no he parado de leer. Empecé, claro, con cosas muy fáciles de aventuras y así, pero luego pasé a las novelas de Blasco Ibáñez, que se podían comprar en los quioscos. Novelas, algunas de ellas, en las que la dañina censura no había reparado… luego llegaron los clásicos castellanos…
P.- Se marchó a Barcelona en 1955, ¿qué le llevó allí?
R.- Tenía a mis abuelos paternos en Barcelona, pero ya antes había hecho escapadas, incluso un curso entero. Tuve la suerte de conocer a un catalán que luego ha sido uno de mis mejores amigos, Carlos Cortés, un hombre muy culto, había leído muchísimo, extraordinariamente inteligente. Murió hace ocho años. Carlos, que conocía a todo el mundo, fue mi guía y mi introductor, en todos los ámbitos. Se dedicaba en ese momento a vender libros, tenía mucha confianza con los editores y los libreros y me los presentaba. Así he visto trastiendas en las que estaban todos los libros prohibidos, sin saber cuál coger de tantos como había. Allí entré a saco.
Carlos era muy catalanista, y por supuesto antifranquista. Tuvimos roces porque yo no comulgaba con el catalanismo, pero eran roces fraternos porque para mí fue como un hermano. Carlos me llevó a las editoriales.
P.- ¿Entonces empezó a traducir?
R.- Sí, ya había estudiado antes idiomas y continué en Barcelona. Empecé a traducir con Seix y Barral. Carlos Cortés me envió allí porque conocía a Carlos Barral. Recuerdo que en la sección de traducciones de la editorial había un profesor, el Dr. Petit, que era un hombre que lo sabía todo, absolutamente todo lo que se conocía en la época… El Dr. Petit, con su mueca que parecía una sonrisa me dijo, mire usted, aquí tengo un libro que lo han rechazado dos traductores, uno Gil de Biedma, que dijo que era muy difícil y no quería hacerlo, el nombre del segundo ahora no lo recuerdo. Y prosiguió, si usted quiere el libro… No obstante, antes de que yo se lo entregue me tiene que traducir dos páginas. Creo que nunca he traducido con más atención, cuidado, esmero… eran dos páginas de El coloso de Marusi (1957) de Henry Miller. Leyó las páginas y me entregó el libro, esa fue mi primera traducción.
P.- ¿Se podía vivir de las traducciones?
R.- Bueno, hice más cosas, claro. Tuve un trabajo fijo en la editorial Plaza & Janés durante varios años, en la sección literaria. Me ocupaba de las solapas y cosas de ese tipo en la redacción editorial, confección de boletines… un trabajo bien pagado. Allí conocí a mi mujer que era bibliotecaria. Siempre trabajé en el mundo editorial.
La amistad con Salvador Espriu
P.- Y llegó el estreno de sus primeras obras de teatro.
R.- En efecto. El primer estreno fue en la cúpula del Coliseum que dirigía Ricard Salvat y donde también estaba María Aurelia Capmany, una especie de bruja intelectual muy inteligente. A ella le gustó mucho la obra, estoy hablando de La hoya, y el estreno en 1966 fue en realidad un empeño personal suyo. Por allí venía entonces a los ensayos a echarme una mano Salvador Espriu…
P.- Espriu escribía sólo en catalán y era un autor hermético y de difícil carácter…
R.- Tuve con Espriu una gran amistad durante muchos años. Lo conocí a través de mi hermano y de un modo casi anecdótico que no se puede contar en Cataluña porque no se lo creerían, dirían que me doy importancia o cosas así… En los primeros años 50 mi hermano estaba en Madrid y escribió un artículo que publicó ABC, en aquellos momentos el ABC era el evangelio, sin ninguna duda; ese artículo se titulaba «Salvador Espriu» y hablaba de un escritor que escribía en catalán y era un gran desconocido. Nosotros habíamos leído algunos cuentos en catalán cuando veraneábamos con mis padres al lado de Barcelona, en Caldetas. Mi amigo Carlos, como buen catalán, lo conocía, nos había hablado de él y nos prestó algunas obras. A mi hermano se le ocurrió escribir un artículo para dar a conocer esa revelación, ¿dónde? ni más menos que en el ABC… En este periódico había un jefe de colaboraciones que había sido gobernador civil de la República y cuando vio que le llevaba el artículo, un buen artículo de un chico joven, no dudó en publicarlo. Por cierto, mi hermano se animó y le llevó otro trabajo que se titulaba «Las pajaritas de Unamuno» que también se publicó, pero el ex gobernador le dijo que por favor no volviera más que era un compromiso para él…
P.- ¿Le pareció bien a Espriu que se revelara su obra en catalán, siendo una lengua proscrita por el franquismo?
R.- Le llevé el artículo a Espriu. Me decían que no me molestara en ir, que era un ogro, que echaba a la gente de su casa… Llamé al más catalanista de los que conocía y me acompañó, pero a él no le hizo ni caso, me dedicó todo el tiempo a mí y me dijo, este artículo es mi mayor éxito literario hasta este momento. El hecho de que un no catalán, un castellano, y enfatizaba las expresiones, escriba sobre mí y en el ABC es algo que no me había ocurrido nunca. A partir de aquí tuve una gran amistad con Espriu con el que pasé horas y horas hablando. Me leía cosas que estaba escribiendo, por ejemplo La pell de brau (La piel de toro, 1960), me la leyó mientras la estaba escribiendo.
P.- ¿Era difícil el trato?
R.- Sí. Era un hombre muy formalista. Pero también de una extraordinaria inteligencia y una enorme cultura. Intuitivo siempre. Llegué a tener tanta confianza con él que, a pesar de no tutearnos nunca, le he llamado «tonto» en un momento dado… ese grado de amistad alcanzamos. Cuando estrené Guadaña al resucitado (1980), Espriu, que no salía de casa ni arrastras, vino al ensayo general y vino al estreno a apoyarme a mí, exclusivamente. Todo eso ha desaparecido, ha sido olvidado… menos por mí, claro. ¿Cómo era Espriu? Muy trabajador. En una ocasión me dijo, mire usted Ramón, llegó un momento en que creí que el catalán desaparecía porque la presión era brutal, entonces, en una noche escribí la Primera història d’Esther (1948), donde puse todo el catalán que sabía. Luego tardé nueve meses en desarrollar lo que había escrito esa noche. Yo le decía que no entendía esa obra de teatro, y él paciente, me la explicaba. Espriu me ha llegado a decir, «usted Ramón qué necesita, en qué puedo apoyarle, qué quiere…». Yo me conformaba hablando con él. Muchas noches nos daba la una y las dos de la madrugada en su casa…
P.- También ha tenido usted la fortuna intelectual y personal de conocer a autores de la generación de los 50, su propia generación, tan notables como Gil de Biedma, Carlos Barral, los hermanos Goytisolo…
R.- Era un ambiente muy elitista, muy separador, de gente inteligente y muy cultivada. Casi todos eran personas de dinero, con posibilidades de viajar y con información de lo que ocurría en el mundo porque estaban muy relacionados con París, Londres… Pero a pesar de todo era un grupo cerrado. Si yo asomé la cabeza por allí fue también por Carlos. Con José María Castellet, Luis Goytisolo y otros nos reuníamos en un bar los domingos por la mañana, allí se manejaba mucha información traída de Francia porque ellos tenían una gran cultura francesa. Un día el camarero nos dijo que la policía vigilaba nuestros encuentros y que mejor buscáramos otro sitio.
P.- ¿Hablaban ustedes en catalán?
R.- No, todos en castellano. Carlos Barral siempre decía que le presionaban los catalanes y él sacaba el argumento de que su madre era cubana. Terminó escribiendo en catalán… forma parte de la evolución del grupo. Yo estuve más vinculado con los orígenes. Tuve buena relación con todos, con todos y con ninguno… los veía y hablábamos. A Gil de Biedma, a quien le interesaba mucho mi obra lo traté más. Fuimos a dar una conferencia a Lérida en cierta ocasión y allí también coincidí con Juan Marsé… En medio de este ambiente surgió un personaje tremendo, curiosísimo, era corrector de pruebas tipográficas en La Vanguardia, Cristóbal González de Grau, «Cris». Tenía una casa en Elisa 11, en la parte alta de Barcelona donde en invierno quemaba sillas para alimentar la calefacción… era un bohemio y al mismo tiempo una especie de aristócrata que tenía un traje, no creo que llegara a dos, pero ¡cómo lo vestía…! Allí nos reuníamos amigablemente desde fascistas a comunistas… era una cosa curiosísima. Recuerdo que una de las grandes fiestas que organizó fue con motivo de la independencia de Marruecos porque incluso acudía a esos encuentros el hijo de un cacique marroquí. En esa casa he conocido a Comín, de ascendencia carlista de Zaragoza, estaba comiendo tortilla de patatas junto al jefe del PSC clandestino de Cataluña, recién salido de la cárcel tras una condena de 30 años. Cuento todo esto para que se advierta la contradicción enorme que existía y que podía existir en casos excepcionales a través de una figura singular, de un bohemio… contaba unas historias extraordinarias. Esos mundos no existen ahora.
Un autor tardío
P.- Es usted un autor tardío, su primera obra es de 1966, ¿no escribió nada antes?
R.- No… En realidad había escrito alguna pequeña cosa de teatro, pero para mí, no con la intención de darla a conocer. El teatro era lo que más me llamaba.
P.- Ha cultivado el teatro, la novela, el cuento…
R.- Y televisión, también he hecho televisión. Hicimos unos programas con una gran realizadora, la mejor que tuvo Cataluña, Mercedes Vilaret, hasta que vino el camarada Pujol y dijo que había que trabajar en catalán y entonces desaparecí. Desparecí de todos los medios, del teatro, la televisión… Venían actores catalanes y me decían, esto no es personal, Ramón, pero si hago algo tuyo, me quedo yo sin trabajo, no me dan nada.
P.- ¿Ha militado en algún partido político?
R.- No, ni tampoco he tenido ofrecimientos para militar. A los que sí militaban les convenía más que no estuviera porque he sido el perfecto compañero de viaje, no estaba fichado. Por mí pasaban muchas cosas: he sacado gente de Barcelona, he escondido gente en casa, he guardado cosas… con la colaboración inestimable de mi mujer, Teresa, mucho más lanzada que yo, capaz de organizar huelgas… Ahora lo cuento con distanciamiento, con ironía y además con agrado de haberlo podido hacer. Contribuimos todo lo que pudimos para destronar al espadón, jugándonos el tipo incluso. Durante un estado de excepción un alto dirigente del PSUC me dijo si podía venir a casa a tomar café, y el café duró tres meses… Este hombre, después, desapareció de nuestra vida sin que hubiera pasado nada… me han desaparecido varios sin motivo.
P.- Volvemos a la literatura. ¿Es el teatro el género en el que más cómodo se encuentra? Incluso en sus novelas se pueden rastrear estructuras narrativas vinculadas al mundo de la escena.
R.- El teatro es el género que me ha dado más proyección, desde luego. En Guadaña al resucitado todo el mundo vio la figura de Franco, menos la censura. Nos la jugábamos y el público sabía apreciarlo. Empecé con el teatro que es un género fascinante. El teatro, el cuento breve y la poesía tienen un contacto, la concisión, la precisión, el decir lo que hay decir y dejarse de hostias… ¿es importante? se dice; ¿no es importante? fuera. Esos tres géneros exigen ese planteamiento creativo.
P.- En su obra siempre aparecen, además de otros aspectos, cuestiones sociales como las relaciones del hombre con el poder, el caciquismo, la emigración, la guerra… ¿le interesan más estos planteamientos que las grandes cuestiones filosóficas y morales?
R.- Me interesan las dos cosas, desde luego. Pero yo estaba convencido de que había que colaborar. Vivíamos en un régimen dictatorial, necesitábamos libertades, había que decir cosas y me creaba como una especie de obligación moral, la necesidad de tocar determinados temas que, por otra parte, eran muy míos porque yo, por ejemplo, no dejaba de ser un emigrante, aunque en este aspecto he tenido suerte porque me ha ido bien.
P.- Construye su trabajo con un lenguaje preciso, pulido, con una prosa sólida. ¿Es premioso a la hora de escribir, perfeccionista, corrige mucho?
R.- No corrijo apenas… oigo lo que voy a escribir. Lo oigo y me lo dicto, así corrijo poco porque lo que escribo ya me suena bien. Mientras caen las hojas la última novela, la escribí relativamente deprisa porque ya la llevaba en la cabeza, maunque dejo un espacio para la improvisación del momento, es decir, que me salto las normas siempre que el resultado me suene bien. Creo que este sistema ya me viene del teatro, porque allí adelantas diálogos mentalmente.
P.- Participa en una tertulia con un grupo de amigos, entre los que está el historiador Gabriel Jackson, a quienes les va leyendo sus obras a medida que las escribe, ¿le ayuda eso a mejorar sus textos?
R.- No, esa tertulia corrobora textos ya escritos y me ha ayudado enormemente a seguir trabajando porque tengo unos oyentes privilegiados: catedráticos, profesores de literatura, gente muy leída que domina varios idiomas… Llevamos 15 años y todos los meses les tengo que leer alguna cosa y luego la comentamos. También debo añadir que después cenamos maravillosamente.
P.- Está usted en buena forma.
R.- Sí, me siento joven, pero el cuerpo me dice que no es verdad…
Autor de minorías
P.- ¿Cómo valora la recepción de su obra en su ciudad?
R.- La última novela de forma muy positiva, estoy muy satisfecho y agradecido. Sinceramente muy contento.
P.- Tengo la impresión de que nunca se ha estrenado una obra suya en Huesca…
R.- Nunca, bueno, es posible que hubiera un grupo que hiciera Guadaña, pero no tengo información al respecto. Estrenar, realmente, nunca. He pasado como en la sombra, no se ha enterado nadie… No me ha leído nadie, han oído que escribo… pero nada más. ¿A qué lo achaco? A que no vivo aquí, a que he publicado en editoriales minoritarias, a que la gente tampoco lee demasiado, nadie me ha empujado aquí… Todo eso ha hecho que mi trabajo haya pasado de anonimato en anonimato. A veces alguien se sorprende «¿Gil Novales? Ah, sí, ya…», han oído que he escrito, o sea, una forma de fama tan indirecta que ni es fama ni es nada…
P.- Es usted un escritor de minorías, no transita los caminos más comerciales del gremio, no hace literatura para el público instalado en las modas…
R.- Es posible. La respuesta a todas esas preguntas la dictará el tiempo, el mejor de los críticos.
P.- A pesar de todo, no se ha desanimado y mantiene sus contactos con la ciudad y vuelve a su casa familiar.
R.- Claro, mantengo los contactos con la ciudad y con mi idioma. Ese soy yo. Me gustaría tener una estatua (carcajadas), pero a pesar de no tenerla no se ha aminorado ni una décima mi afecto, mi amor, mi esencia…
P.- ¿Y la vanidad del escritor?
R.- La tengo, pero me la aguanto… Yo tengo sentido del humor, eso me salva. En el fondo no hay nada, nos tenemos que morir y ya está; no soy religioso, pero mientras estemos aquí hay que adoptar unos principios y sobre todo, ser fiel a uno mismo.
P.- ¿Qué lee ahora?
R.- Releo, aunque el último libro que he leído ha sido La voz del olvido, de José M. Azpíroz, que me ha interesado mucho.
P.- Creía que me iba a nombrar a los clásicos y volvemos a hablar de la Guerra Civil en Huesca.
R.- Fue lo peor que nos pasó, siempre tiene la última palabra.
P.- ¿Está trabajando en un nuevo libro?
R.- Me gustaría publicar una obra de teatro, El penúltimo viaje, que es la muerte. Creo que es una obra no corriente. También tengo una serie de cuentos que querría ver publicados.
P.- ¿Cómo ve la vida a los 80 años?
R.- He tenido una vida rica, he conocido a mucha gente, he aprendido mucho y me queda mucho por aprender, no lo he pasado mal. Soy pesimista, a pesar de todo, soy un pesimista con ganas de ser optimista. La vida es trágica, unas pequeñas palabras entre dos nadas… pesimismo metafísico.
Cincuenta mujeres rusas
«Tuve una interesantísima experiencia soviética. Estuve tres meses en la URSS en la época de Brezhnev, en 1979. Un comisario político catalán de la Guerra Civil, Augusto Vidal, traductor de ruso, leyó una novela mía, le gustó y quiso conocerme. La mujer de este comisario, que había sido comunista también, era corresponsal de una editorial famosísima, la editorial Progreso, muy influyente fundamentalmente en la URSS, tiraba 20 millones de ejemplares de sus publicaciones. A través de ellos, que me buscaron una estancia en la Unión Soviética con todos los gastos pagados y un intérprete a mi disposición, estuve en Moscú, Ucrania, Minks, Leningrado…
Me dieron a elegir entre varios posibles objetivos literarios para realizar la estancia, por ejemplo el teatro ruso, pero la lengua creaba grandes dificultades de entendimiento, también me propusieron un trabajo sobre la mujer soviética, que finalmente fue el que acepté. Entrevisté a cincuenta mujeres que me hablaron de ellas, claro, y de sus entornos personales y profesionales. Estuve en el Kremlin y el ejército soviético se me cuadró… (risas) Entrevisté a una miembro de la cúpula del Presidium del Soviet Supremo que, además, era bailarina del Bolshoi. Una mujer muy correcta y muy amable que me recibió en la puerta del ascensor en la última planta del enorme edificio, y conforme pasábamos por las puertas de distintos despachos en dirección al suyo, los milicianos que los custodiaban saludaban marcial y respetuosamente. En esta entrevista mi intérprete se quedó en el pasillo ya que el Soviet impuso su propio traductor, no se fiaban de nadie.
Entrevisté a las mujeres en sus casas y en sus despachos, ministras, estudiantes, obreras, bailarinas, pintoras, poetas… hasta cincuenta mujeres. Escribí un libro, pero me cambiaron todo, con lo que me negué a que se publicara. Tenía un contrato firmado en inglés en el que asumían que no podían tocar ni una coma. A la vista de que sí apareció, un amigo notario me redactó un requerimiento contra el Estado soviético, lo presentamos a través de la embajada, y lo ganamos. Mi versión del libro, finalmente, se publicó en Progreso, pero yo no quiero reediciones de ningún género». VPL