29/01/2010

Aragón y los derechos históricos

La Constitución española “ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales”. El Estatuto aragonés advierte que la aceptación del régimen de autonomía no implica la renuncia del pueblo aragonés a los derechos que como tal le hubieran podido corresponder en virtud de su historia, los cuales podrán actualizarse en el marco constitucional. Al parecer, la norma fundamental pensaba exclusivamente en los territorios forales llamados “históricos” del País Vasco y Navarra, aunque las Cortes Generales no objetaron la introducción de esta cláusula en el Estatuto de Autonomía de Aragón, si bien con carácter meramente programático y desde una perspectiva histórica.

Ahora bien, aunque en la mente de nuestros constituyentes no hubiese lugar para un territorio llamado Aragón, no puede obviarse permanentemente la peculiaridad jurídico-organizativa del pueblo aragonés. Aragón es un “territorio foral” en cuanto el tránsito de Estado independiente a “región española” estuvo marcado por la existencia de un “régimen foral” y en tanto su Estatuto comunitario actual ha contemplado la pervivencia de una parte de su Derecho foral. Desde luego, estas calificaciones anteriores son sólo relativas, derivadas de una perspectiva estrictamente “foral”, puesto que Aragón es mucho más que un territorio, sea éste histórico y foral.

El contenido de los derechos históricos abarca precisamente el respeto y la garantía del “régimen foral” histórico, esto es, el ordenamiento de los elementos que lo hacen posible en el actual Estado autonómico, a saber, un específico y singular sistema de relaciones competenciales con el Estado español, basado en una organización peculiar, de forma tal que el propio ámbito de poder de la Comunidad aragonesa permita identificar y preservar la imagen de su régimen foral tradicional.

La peculiaridad foral de Aragón sólo se ha recogido parcialmente en sus instituciones históricas -Cortes, Diputación General, Justicia- si bien exclusivamente nominativas y vaciadas de “foralidad”, y en la competencia sobre Derecho civil especial. Todo ello, a pesar de la carga simbólica de sus denominaciones, constituye un mero aditamento de lo que no es sino un “régimen común” de autonomía similar al de otras comunidades, cuando lo equitativo hubiera sido dotar a Aragón -al menos, en un principio- de la posibilidad de “reintegración” de su régimen foral al estilo del “amejoramiento” foral navarro.

Sin embargo, la justicia histórica nada representa contra la voluntad política de unos legisladores estatales, que se tornan vulnerables ante concretas presiones nacionalistas para considerar derogadas las leyes abolitorias de 1839 y de 1878 respecto al País Vasco, como consecuencia de las guerras carlistas, pero que se muestran firmes centralistas para mantener y sancionar la situación creada tras la guerra de sucesión en los territorios de la Corona de Aragón por los Decretos de Conquista y Nueva Planta (1707-1711).

El aragonesismo político tiene la misión, entre otras, de rechazar la situación de abandono de nuestras históricas reivindicaciones forales y de ofrecer una renovada interpretación del espíritu del “fuerismo” y del “pactismo”, aunque para ello deba replantearse el actual Estado autonómico y el problema del federalismo posnacionalista. Así, autonomía plena y actualización del régimen foral constituyen un sistema compatible de pretensiones que podría suponer la posibilidad de recrear una práctica -innata históricamente a lo aragonés- como es la implicación de una “especial” relación con el Estado español.

Esta cuestión tiene una especial trascendencia en Aragón, territorio por excelencia donde, como en ninguna parte, “aragonesismo” se ha llegado a identificar -si bien, en ciertos sectores y en épocas determinadas- con “foralismo” y “aragonesidad” con “foralidad”, hasta el punto, incluso, de elevarlo a la categoría de mito nacional o fundacional de la comunidad aragonesa. Y es que, aunque la norma de origen no contemplase el caso de Aragón, es evidente que cualquier “territorio foral” -y Aragón lo es por su régimen foral histórico -podría acogerse a su virtualidad y abrir las posibilidades de actualización de su foralidad en el marco constitucional.

No se trata, pues, de nostálgicos privilegios propios del parlamentarismo medieval, sino de reivindicar firmemente un proceso de “devolución” de nuestros derechos territoriales. A saber: autonomía fiscal, organización soberana de las instituciones, juramento real, constitución de un Consejo Real, milicia indigenizada, administración de justicia autóctona, excepciones y limitaciones de extranjería, organización armada de la seguridad interior, etc. Estos son algunos de los elementos indicativos de nuestra histórica formalidad, aunque ciertamente existan serias trabas constitucionales que obligarían a una depurada actualización y meticulosa adecuación a la realidad. Ello no obstante, es posible pensar en una futura progresión que hará inevitable una profunda reforma constitucional y el acercamiento a un modelo postautonómico que puede facilitar -si no vuelven a cometerse los mismos errores- las aspiraciones del pueblo aragonés.

Para empezar, no debemos olvidar una verdad de perogrullo: no hay autogobierno sin autonomía financiera. Que Aragón se llame “nacionalidad”, que disponga de una “Guarda del Reino” o que el Presidente de la Comunidad tenga la facultad de disolver las Cortes, puede resultar satisfactorio para una política de diseño, pero condicionar una posible “hacienda concertada” a hechos inciertos y futuribles -¿un convenio económico bilateral que depende exclusivamente de la voluntad estatal para concertarlo?- supone, otra vez, hipotecar la autonomía aragonesa. La cesión y la participación en los tributos estatales, la imposición de recargos sobre los mismos, la creación de impuestos propios, el recurso al endeudamiento, ya no son suficientes. La autonomía fiscal, como un aspecto más de nuestra histórica foralidad, es irrenunciable. Recuperar el “sistema de cupo” navarro, a través de nuestra figura -por utilizar una terminología autóctona- de la “votación de los servicios”, debe ser un objetivo prioritario, si no queremos convertir nuestro Estatuto en una mera declaración de intenciones.