No se trata de quitar lo esperpéntico, sino de cambiar radicalmente el sistema
Quienes hemos dedicado muchas horas de nuestra vida a investigar e intentar explicar pasados, porque nos interesaban y preocupaban presentes y futuros, debemos exigirnos exponer lo que pensamos sobre la situación actual e incluso, aun a riesgo de ser tachados despectivamente de augures o profetas, intentar trazar caminos de futuro. El conocimiento del pasado no garantiza ni percepción adecuada del presente ni, desde luego, previsiones acertadas de cuanto va a acontecer. Ahora bien, tampoco lo impide y, por escasa credibilidad que nos merezca nuestra “profesión” de historiadores, no nos será difícil convenir en que, ya que no maestra de la vida, la historia ofrece paralelismos susceptibles de comparaciones y, quizás sobre todo, las muchas horas dedicadas a pensar pasados de algo deben servirnos para entender presentes y hasta, en función de ello, proyectar futuros.
El crash económico y la sistemática contrarrevolución social a la que estamos siendo sometidos la inmensa mayoría de los ciudadanos –clases medias y clases bajas- es claro que van a marcar, y están marcando, un antes y un después en todas las sociedades occidentales. No se trata aquí, no obstante, de reflexionar sobre las causas de la crisis, ni tampoco de adentrarnos en los efectos que están teniendo unas medidas socialmente reaccionarias, que conllevan la multiplicación en número de quienes ven muy notablemente mermada su capacidad económica y su esperanza de un mediano bienestar, al tiempo que reducen al mínimo el número de aquellos que, lejos de ver reducida su fortuna, la han multiplicado en proporción similar a la disminución de la de todos los demás.
Entre esos efectos, y es el que aquí nos interesa, está sin duda la desconfianza en las instituciones en todo el occidente, aunque, obviamente, con desigualdad notable, en los diferentes países, de intensidades. Por lo que hace a España ninguna de las instituciones –a excepción, curiosa y significativamente, del ejército- se salva de esa desconfianza, cuando no manifiesto rechazo, entre un numeroso sector de la ciudadanía. Ni siquiera es preciso recurrir a datos concretos de encuestas de opinión pública -¡hay tantas pruebas cotidianas!- para constatar que instituciones seculares como la iglesia o la monarquía – también ésta, pese a sus desapariciones y resurgimientos guadianescos es, al fin y al cabo, secular- producen más rechazos que fidelidades y, en cualquier caso y más allá de muestreos estadísticos, aquella ha dejado de ser el faro guía que pretendió ser y ésta la garantía de solidez y seguridad con que se nos revistió y nos la revistieron.
En no mejor situación, respecto al respaldo y credibilidad ciudadana, se encuentran el resto de instituciones que han venido siendo columnas vertebrales del sistema: banca, sindicatos, partidos políticos…
De la mano de la crisis económica hemos pasado, como en otras crisis profundas anteriores, a una crisis institucional. Y si a aquella no se le ve el final, ésta, posiblemente, todavía se encuentra en su rampa de lanzamiento.
Toda crisis sistémica –y ésta lo es porque, aun teniendo sus orígenes en lo económico, lo rebasa con mucho y afecta de lleno a las instituciones y al pensamiento y actitudes individuales y colectivas- genera una situación de inestabilidad y magma con todas las características que, pasado el tiempo, asignamos a los períodos prerrevolucionarios. Los fascismos de los años treinta no pueden entenderse sin la Gran Guerra y el tratado de Versalles pero desde luego, ni sus características, ni su extensión, ni su virulencia pueden ser explicadas sin el crash del 29 y sus efectos.
El fascismo, convendrá no olvidarlo, siempre tiene un vientre fecundo y las crisis son su mejor fertilizante. Pero el fascismo, en cualquiera de sus variantes, no se combate, tampoco habrá que olvidarlo, con menos democracia sino con más. Y ese con más implica ciudadanía, esto es, gobernar para los ciudadanos y, sobre todo, con ellos.
Desconfiar de los políticos no debería arrastrar a desconfiar de la Política, porque eso es abrir el camino a nuevas variantes de fascismo con la tecnocracia a día de hoy, y con tecnócratas sin urnas, como primera puerta de entrada.
“He aquí a mi Mussolini” dijo Alfonso XIII en su viaje a la Italia fascista refiriéndose a su general dictador Primo de Rivera. Quizás no estemos tan lejos en el tiempo de que nos presenten a “nuestro” Monti. Y a poco bien que lo sepan adornar –y desde luego lo sabrán adornar de maravilla- será recibido por una buena parte de la población –tras tanto hastío, que será creciente, de los políticos y de la política- como un soplo de aire fresco y un necesario “regenerador”.
No será, sin embargo, la actual política la que evite un tecnócrata de ribetes populistas y al servicio, sin embargo, del gran capital. Como no será tampoco la actual política la que “regenere” el país y acabe con la contrarrevolución social que están llevando a cabo. Ni son los pirómanos los más adecuados, desde luego, para apagar los fuegos ni los ladrones los mejores guardianes de haciendas ajenas.
Para reformas que podían y debían mejorar la calidad democrática –y con ella unas acciones de gobierno más en función de los intereses de la mayoría ciudadana que de la ínfima minoría del gran capital y de los “mercados”- no han faltado ni conocimientos ni tiempo. Ha faltado voluntad. Y ha faltado voluntad no por desidia, flojera o vagancia, sino porque no podían llevarlas a cabo sin atacar de lleno a su propia raíz, a su propia razón, si no de ser, sí de actuar y de estar.
No ha habido, por ejemplo, noche de elecciones en la que, por parte de dirigentes políticos, no se haya hablado de la conveniencia de reformar la ley electoral, ni período legislativo en el que no hayan comentado la necesidad de reformar el Senado o medidas para terminar con la corrupción y con los corruptos.
Ciertamente, no han faltado en el pasado, legislatura tras legislatura, alusiones de dirigentes políticos a éstas y otras varias cuestiones de similar tenor –quien no tenga memoria que tire de hemeroteca-, ahora, simplemente, se retoman con más fuerza y con mayor número, y más potencia, de altavoces. ¿Por qué pensar que es cuestión de convencimiento, tras tantos años de inacción, y no de necesidad?
Alguien podrá argumentar que si están dispuestos a realizar esas reformas lo de menos es que el motivo responda a convencimiento o a necesidad, que lo importante, lo que en verdad cuenta, es hacerlas. Discrepo con tal argumento radicalmente. La necesidad, sin convencimiento, solo se traduce en cosmética. Y aquí y ahora no necesitamos cosmética sino cirugía; esto es, no se trata de quitar lo “más esperpéntico” del Sistema –y tiene no poco- para que todo siga, en lo sustantivo, igual –algo sabemos de viejos y nuevos Gatopardos- sino de cambiar radicalmente el Sistema. Y eso ni pueden hacerlo, ni debemos dejar que aparenten que lo hacen, Esperanzas ni Sorayas, Rubalcabas ni Rajoys, Puyoles, Mases, o baroncetes al frente de Comunidades Autónomas y/o provincias criados a los pechos nutricios de esos mismos aparatos de partidos a los que ahora dicen pretender reformar desde sus advenidas, como por ensalmo, convicciones “regeneradoras”.
No solo ofrecerán sino que harán, si les dejamos, nuevas leyes para una transformación política y una “regeneración” democrática. No tengo duda ninguna de ello. Pero también tengo la certeza de que será mero maquillaje, aplaudido, incluso, por una parte considerable de la ciudadanía, porque los maquillajes esconden arrugas y disimulan defectos. Y como aquí, de unas y de otros, andamos harto sobrados, de ahí el aplauso.
Esas medidas, no obstante, no cambiarán nada sustantivo. Ni en la Política ni, sobre todo, en los para qué y para los quiénes de la Política.