Desvelar un pasado que pasa y pesa
Federico Mayor Zaragoza es una de las biografías ejemplares de “nuestra” benemérita Transición. A poco que se indague, Mayor exhibe un pasado extraordinariamente nítido, eso sí, para quien lo quiera ver. Por supuesto, hay que esforzarse un poco, porque dada su suprema habilidad, cuasi genética, para la adaptación a nuevas circunstancias, Mayor Zaragoza logra, en cada una de sus múltiples reencarnaciones políticas, descorrer un tupido velo sobre las anteriores, al punto de que, en ocasiones y si no se está prevenido, consigue blindar su pasado al escrutinio de la memoria. Con toda razón, podríamos afirmar que este personaje, escurridizo y omnipresente donde los haya, pertenece a ese selecto club de expertos y técnicos de la razón de Estado, fieles servidores de ésta sin importar quién sea su dueño y su gestor: una dictadura sanguinaria o una democracia coronada y bendecida.
Mayor nació en Barcelona en 1934 y se doctoró en Farmacia por la Universidad Complutense en 1958, donde inició su carrera profesional; en 1963 obtuvo la Cátedra de Bioquímica en la Facultad de Farmacia de la Universidad de Granada, pasando, ya en los años 70, a ocupar otra homónima en la Autónoma de Madrid hasta su jubilación en 2004.
La carrera institucional de Mayor Zaragoza comenzó en Granada. Con sólo 34 años llegó a ser el Rector más joven de la España franquista, en junio de 1968: un mes y año, por cierto, realmente evocadores. Un sencillo ejercicio de memoria permite recordar que, apenas un mes antes, García Calvo, López Aranguren y Tierno Galván habían sido expulsados de sus cátedras. Así pues, los mismos días en que la política del régimen pugnaba por reorganizar el control, acentuar la represión y purgar al Alma Mater de elementos nocivos para la buena salud de la juventud española, el joven Mayor Zaragoza era nombrado rector de una de las universidades más importantes de España.
Mayor fue un protegido del Ministro de Educación José Luis Villar Palasí, jurista, economista y destacado miembro del Opus Dei, que fue ministro entre 1968 y 1973 y, además, Presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas entre 1971 y 1973. Fruto de su gestión fue la tramitación y puesta en vigor de la transcendental Ley General de Educación, aprobada en 1970, responsable de la modernización del sistema educativo nacional que, pese a los abortados esfuerzos de la República, seguía rigiéndose por la desfasada Ley Moyano de 1857. Producto de ese pupilaje, Federico Mayor Zaragoza compatibilizó en 1971 el cargo de rector de la Universidad de Granada con el de vicepresidente del CSIC a las órdenes de Villar, y, después, el de presidente en funciones entre 1972 y 1973. Mayor Zaragoza dio el salto definitivo a Madrid en enero de 1974 al ser nombrado Subsecretario de Estado del Ministerio de Educación y Ciencia del inefable gobierno de Arias Navarro —¿recuerdan?: ese ancianito llorón apodado el “Carnicero de Málaga” por su directa responsabilidad en la ejecución de más de 4300 desafectos en los días de la Cruzada—. En efecto, Mayor Zaragoza formó parte de aquel patético y sanguinario gobierno del tardofranquismo más envilecido, el que condenó y ejecutó a Salvador Puig Antich, arrestó al obispo Añoveros por defender el uso del vasco en una homilía o detuvo a los militares de la Unión Militar Democrática.
Los años en que Mayor Zaragoza fue rector de la Universidad de Granada fueron tiempos muy duros y Mayor destacó como un activo colaborador del régimen. Su padrino, Villar, creó, junto a otros amigos, la Organización Contrasubversiva Nacional, vinculada a los servicios de inteligencia del Estado y de implantación estrictamente universitaria. Tan siniestro grupo desplegó una feroz represión contra el movimiento estudiantil que se tradujo en forma de detenciones indiscriminadas, palizas, torturas dentro y fuera de las comisarías, invasiones policiales del campus y un etcétera bien conocido. Mayor Zaragoza, a la sazón rector de la Universidad de Granada, nunca ha dicho nada de aquellos años. Como tampoco ha dicho, ni siquiera ahora que lucha por la paz mundial en el contexto del proyecto de la Alianza de Civilizaciones, sobre las actuaciones de un destacamento del Mossad (servicio secreto israelí) en Granada, que tenían vigilados y quién sabe si algo más, a todos los ciudadanos palestinos, sirios y árabes en general que eran estudiantes en la universidad de la que Mayor Zaragoza era rector. Ni palabra.
Ya muerto Franco, Mayor Zaragoza se unió a la derechista UCD actuando como diputado electo en el Congreso, hasta que en diciembre de 1978 se aprobó la Constitución. Allí, calentó banquillo como algo más que “diputado de a pie”, pues desempeña como consejero del presidente del gobierno y de metamorfosis política, Adolfo Suárez. Por entonces es nombrado Director Adjunto de la UNESCO, cargo al que se dedica intensamente hasta su regreso a España en 1981, iniciando así su exitosa carrera como experto y asesor internacional. Más allá del dato y de su significado en la vida del personaje que nos ocupa, el hecho no deja de tener su trascendencia y su carga simbólica pues supuso el ascenso de un hombre forjado y encumbrado a la sombra de la dictadura más sanguinaria y duradera de la Europa de la postguerra, a la dirección de la más alta instancia mundial dedicada al desarrollo de la ciencia, la cultura y la educación.
El 23 de febrero de 1981, Calvo Sotelo se presenta a la sesión de investidura como presidente del gobierno. La ceremonia fue, como se recordará, algo accidentada…, pero, finalmente, el sobrinisimo fue investido presidente del gobierno español. Durante su mandato se puso de manifiesto que el golpe militar no había sido un fracaso tan rotundo como se vendió a la opinión pública. Las políticas impulsadas por el gobierno Calvo-Sotelo, al frente de cuyo Ministerio de Educación se colocó al protagonista de estas líneas, no dejaron lugar a la duda. Correspondió al Ministro de Educación y Ciencia, Federico Mayor, no sólo aplicar la, breve pero de funesto recuerdo, Ley Orgánica del Estatuto de Centros Escolares, sino reforzar la lectura más retrógrada del ominoso artículo 27 de nuestra Constitución, al dictado de la Conferencia Episcopal y de la patronal de los centros privados religiosos.
Con la llegada del PSOE al poder, en octubre de 1982, Mayor Zaragoza se ocupó de afianzar su meteórica carrera internacional. En 1987 llegó a la presidencia de la UNESCO que mantuvo hasta 1999. Doce años al frente de un organismo internacional que, en aquellos años, destacó por su colaboración en la gestación de un auténtico gobierno global de la educación que, bajo el marchamo de la extensión universal de la escolarización, abrió las puertas de par en par a los discursos de la mercantilización, la tecnocracia y el gerencialismo en la organización y gestión de los sistemas educativos a lo largo y ancho de todo el Planeta. De aquellos barros, vienen los actuales lodazales.
En 2000 organiza y preside la Fundación para una Cultura de Paz: nueva misión que pasa a ocupar la vida y la agenda de nuestro personaje convirtiéndole en una suerte de mensajero planetario del pacifismo, el abolicionismo, el ecologismo y otros ismos de muy escasa intensidad crítica. Cinco años más tarde, se incorpora al proyecto por la paz mundial impulsado por el presidente Rodríguez Zapatero, la Alianza de Civilizaciones. En este último decenio, Mayor se ha hecho anti-Bush, pro-Rubalcaba (hace unos años encabezó la campaña “Ojalá que ganes, Alfredo”), antiglobalización, anticapitalista, antilomce y, a nada que se lo proponga, cualquier día podría hacerse antisistema. No cabe duda que el discurso de Mayor Zaragoza ha ido evolucionando con los años: al parecer, ahora se trata de utilizar un léxico radicalizado importado de Chomsky o de ATTAC, según convenga. En todo caso, su actual deriva como totólogo, situado más allá del bien y del mal, resulta una mezcla torpemente elaborada de mesianismo y peterpanismo de muy escasa entidad intelectual que, además, ofende a la inteligencia de quienes aún tenemos memoria. Todo el mundo tiene derecho a equivocarse, a rectificar, a evolucionar…, lo de don Federico es, sencillamente, harina de otro costal. Como lo es también el desmemoriado e interesado presentismo de quienes, ayunos de referentes más sólidos y exigentes, encuentran en mercancía tan averiada a un paradigma de la ciudadanía universal.
Juan Mainer.
Profesor de Historia.