La reinvención del aragonesismo: una revisión aragonesista de Costa
“Costa fue un nacionalista. Traspasó los linderos de un regionalismo tímido; fue un nacionalista aragonés y sus doctrinas y sus ideas, aun viviendo en un ambiente raquítico como el de entonces, lo demuestran así …” (El Ebro, núm. 8 ,de 20-5-1919).
Entre el foralismo precursor del regionalismo aragonés propio del neorromanticismo del siglo XIX y el nacionalismo endémico y “feble” del siglo XX, falta un nexo de causalidad, un eslabón que explique el tránsito de un estadio ideológico a otro. Vasconia tuvo su Arana; Cataluña a Almirall y Prat de la Riba; Aragón a Costa. El aragonesismo tuvo un “antes“ y un “después” de Costa: el nacionalismo aragonés, impregnado ya de costismo, no sería el mismo de unas décadas antes. Desde luego, Costa no fue un nacionalista aragonés, pero sí un ferviente aragonesista. Antonio Peiró y Vicente Pinilla descartaban su filiación aragonesista (Nacionalismo y Regionalismo en Aragón (1868-1942), Premio Joaquín Costa 1981, Unali-Ensayo), atribuyendo una lectura interesada y manipulada a las posteriores corrientes políticas prenacionalistas y, especialmente, a la prensa aragonesista. Tambien Carlos Serrano parece descartar el presunto nacionalismo de Costa, mitificado a través de la prensa y la política, sin negar que su preocupación por Aragón fuera más allá de una reducción sentimental por su tierra, sus leyes y sus costumbres (“Tratamiento, interpretación y mitificación de la figura y la obra de Joaquín Costa a través de la prensa (1911-1936)”, Anales de la Fundación Joaquín Costa, núm. 13, 1996). También Cheyne y Saborit advirtieron el profundo carácter y sentimiento aragonés de Costa, aun sin hacer extrapolaciones o valoraciones ideológicas de esta realidad incuestionable.
El programa doctrinal de Costa puede ser calificado, incluso, de españolista. A Costa le “dolía España” y se situaba en Aragón para analizar, desde una tribuna privilegiada, los males y remedios del país. También el catalanismo histórico ha estado obsesionado por la regeneración española y el encaje de Cataluña en el Estado. Costa tuvo un programa nacional para España, un programa regional para Aragón, un programa comarcal para la Ribagorza, un programa municipal para Zaragoza: por todo ello, puede decirse que Costa no fue un nacionalista español ni un nacionalista aragonés, pero sÍ un aragonesista convencido y preocupado por la grave enfermedad de la españolidad, en la que integraba a su patria aragonesa. ¿Desde cuándo el aragonesismo ha renunciado a su herencia española, aunque para ello haya tenido que rechazar la libre autodeterminación y abrazar la causa federalista?
Sin duda, el ideario de Costa contiene una amplia reflexión sobre las señas de identidad aragonesas que en nada se distingue de otros pensadores nacionalistas contemporáneos del “León de Graus”. Sus constantes referencias al carácter nacional de Aragón, que “es el órgano político de la nacionalidad” o que “el río Ebro ha servido de cuna y de centro a la nacionalidad aragonesa”, aunque después se lamente y concluya que “Aragón se ha ido sensiblemente desnacionalizando por el espíritu”. Sus insistentes recursos a la historia aragonesa, tan unida a la conquista de las libertades, “maestra de España en cuestiones sociales” y “órgano de experiencia para la vida pública”, así como al carácter y al estilo duro y franco del aragonés: “vivo, conciso, sentencioso, enérgico…; más atento a la profundidad del pensamiento que a la naturalidad y a la transparencia de las formas…”. Y qué decir de sus conocidos estudios sobre el Derecho, el agua y las lenguas de Aragón. Para Costa, “Aragón se define por el Derecho”, por un Derecho popular y consuetudinario creado para atender las necesidades particulares de un pueblo arraigado a su tierra y a la costumbre. Además, para Costa, la vecindad de Aragón y Cataluña dio como fruto la génesis de unos dialectos de transición aragoneso-catalanes y catalano-aragoneses, tratando de probar que “las leyes biológicas relativas a la fusión y cruzamiento de las lenguas en contacto son universales, que rigen entre dialectos tan afines como el aragonés y el catalán”. Ni siquiera olvidó, como aragonesista, la defensa de la bandera de las cuatro barras de Aragón, Cataluña y Valencia ante el ultraje del gobierno español: “Y si algún día le dicen que Aragón se ha constituido en República independiente, que no vaya con sus soldados a conquistarla, porque quien escupe sobre la bandera de un pueblo libre, no tiene derecho a pisar el polvo sagrado de su suelo”.
No se limitó Costa a la mera contemplación identitaria, sino que diseñó un auténtico programa susceptible de ser aplicado no sólo en España, sino también en Aragón y en el resto de Europa. Su republicanismo, la democracia popular, su conservadurismo rural y pequeño-burgués -en definitiva, su interclasismo-, el colectivismo agrario, su política hidráulica, el socialismo antioligárquico, su ideal descentralizador, en fin, el regeneracionismo totalizador. ¿No son los presupuestos anteriores perfectamente asumibles para un programa aragonesista? Para Carlos Serrano, “el mito Costa aragonesista aparece unido a concepciones agraristas -cuestión de los regadíos, política hidráulica en general- y en conexión con lo jurídico -e incluso con lo lingüístico- como exponente de un hecho diferencial aragonés, sin olvidar sus reiterados ataques al caciquismo y al centralismo como manifestaciones de un mismo mal, así como la necesidad de una descentralización. Costismo y aragonesismo no son, por tanto, dos conceptos unidos de forma caprichosa o al azar”. Y más adelante, “Costa intenta mantener una posición comprensiva ante fenómenos como la descentralización y el regionalismo, propugna una democracia rural consuetudinaria y municipal, en la que influye enormemente su procedencia de una región foral”. De ahí que pueda interpretarse la obra de Costa -al menos, una buena parte de ella- como una superación del foralismo que, tras cuestionar el regionalismo, aparece como precursora de un precario federalismo, premonitorio ya de un decidido nacionalismo aragonés que sólo verá la luz precisamente con posterioridad a las enseñanzas del maestro.
El mito Costa puede aparecer como “redentor” del pueblo elegido, como “conductor” para guiarlo a la tierra prometida o como “nuevo Moisés” (en el epitafio atribuido a M. Bescós), pero no cabe duda de que “su liderazgo cultural, político, social y moral ante los aragoneses es quizá el mayor que este país ha conocido y aceptado” (Eloy Fernández Clemente, Costa y Aragón, Rolde de Estudios Aragoneses, 1978). Costa ejerció de aragonés, defendió a su patria aragonesa y estudió su identidad precisamente en un momento en que Aragón carecía de rumbo, de liderazgo y de proyecto. Si el liderazgo representado -y yo diría que naturalmente asumido- por Costa, se hubiera desarrollado en un Aragón plenamente concienciado de su sentimiento particularista, el programa costista hubiera sufrido espontáneamente una conversión nacionalitaria. Si Joaquín Costa hubiera nacido unos kilómetros más allá al este, hoy figuraría, con toda seguridad y por derecho propio, entre los padres del catalanismo político-ideológico. Aragón tuvo la gran fortuna de “producir” un hijo como Costa; pero Costa, su profeta, tuvo la desgracia de predicar para un pueblo aragonés que sólo después de su muerte acertaría a valorar su obra.
Ahora bien, la ambigüedad, la magnitud y la complejidad del pensamiento de Costa permiten efectuar tanto una lectura españolista como una interpretación aragonesista. Si para algunos, como Tierno Galván, Costa fue un burgués prefascista, “el mejor elogio que le podemos hacer es seguir sus doctrinas redentoras y, sobre todo, la obra nacionalista y aragonesista que se vislumbra en sus libros” (Renacimiento Aragonés, núm. 8 de 1-2-1936). Nadie más legitimado que los aragoneses para reinterpretar y revisar el costismo desde una lectura aragonesista, para inventar el “regenera-nacionalismo aragonés”, aunque para ello haya de forzarse y descontextualizarse su pensamiento universal. “Hemos de tener en cuenta, al honrar a Costa, que estimulamos y ensalzamos a la región misma. Y sobre todo, no olvidemos que los genios como Costa, tienen grandeza propia y Aragón, para progresar y engrandecer sus fronteras espirituales, necesita aprovecharse del ideario costista” (El Ribagorzano, núm. 335, de 5-2-1922). El aragonesismo ha utilizado la figura de Costa por su gran atracción y simbolismo, por ese prestigio de líder que le era necesario para su formulación política; ahora se hace perentoria una operación revisionista de su doctrina que lo sitúe en el mismo plano ideológico que Almirall o Arana -mejor del primero que del segundo-, esto es, una escuela aragonesista de Costa que, libre de falsos prejuicios éticos e intelectuales, nos ofrezca a un maestro incuestionable e indiscutible.