Memoria o tradición. A propósito del tota pulchra y de la participación del claustro del IES Ramón y Cajal.
En la actualidad, el Instituto Ramón y Cajal de Huesca es la institución educativa más antigua de la ciudad. De ello se deriva una herencia simbólica (política, social y cultural) que hay que administrar, gestionar, asumir de forma crítica, refutar e, incluso, si fuera el caso, objetar. El pasado pasa, pero también pesa y hay que saber reorganizar esa carga, acondicionarla, utilizarla, dotarla de sentido y significado en cada momento o, dicho en román paladino, actualizarla o despreciarla y no dudar en echar lastre cuando se considere necesario. Las instituciones no son instancias supraterrenales e inconmovibles situadas más allá de la voluntad de quienes las ocupan y, por tanto, las dotan de sentido y utilidad social.
Decía Nietzsche que “todas las cosas que viven mucho tiempo se han impregnado tanto de razón que parece inverosímil pensar que su procedencia sea insensata”. Las prácticas tradicionales, también las religiosas, son construcciones sociales y culturales que tienen su historia y cuyo nacimiento, sostenimiento, desaparición o revalorización a lo largo del tiempo no es algo azaroso e inocuo, sino que responde, tanto en el origen como en su devenir, a intereses y relaciones de poder muy precisos y reconocibles. Basta con estudiarlos y conocerlos. Precisamente la ignorancia de esa historia o su tergiversación interesada, ofrecen la base argumentativa para considerar las tradiciones como fenómenos incontrovertibles; sencillamente, son y deben ser porque están y han sido. En cualquier caso, el sostenimiento de una tradición popular no es una mera cuestión estética y/o formal, vacía de contenido, de ideología o de significado, como aducen quienes ignoran (o afirman ignorar) su historia; pero tampoco una suerte de herencia cultural, inmaterial, irrenunciable, libre de toda sospecha y digna de ser conmemorada, como acreditan quienes aciertan a mirar el pasado con la nostalgia y el fetichismo propio del anticuario o del coleccionista de retazos de un tiempo idealizado.
Una historia social y crítica de nuestro bachillerato es el mejor antídoto para ahuyentar y combatir con la razón tanto la frivolidad y el atrevimiento, compañeras inseparables de la ignorancia, como el melancólico idealismo de la nostalgia y la añoranza. El grado de bachiller (“joven que aspira a ser caballero”, según Corominas)[1], que en el Antiguo Régimen era una titulación universitaria previa a la licenciatura o el doctorado, otorgada por las facultades menores, devino en un nivel curricular autónomo del poder eclesiástico y en el contexto de un entramado de centros con entidad propia, dependientes del Estado, a partir del Plan General de Estudios (Plan Pidal) de 1845. Fue entonces cuando el Instituto provincial de Huesca (bautizado como Santiago Ramón y Cajal casi cien años más tarde, en 1934) comenzó su andadura institucional en el marco de un sistema educativo nacional, estatal, que creó la revolución liberal y que se consagró jurídicamente en 1857 con la Ley Moyano. Así pues, cuando se erigió la arquitectura del sistema educativo nacional, se trataba de elegir entre el poder del Estado o el de la Iglesia —ésta era la cuestión—. Ése, y no otro, fue la intención y el contexto en el que se dirimió y decidió el futuro de la Sertoriana oscense, su cierre y posterior conversión en Instituto de Segunda Enseñanza de la provincia de Huesca, en 1845. Los nuevos estudios de bachillerato, escindidos por completo de la educación primaria y dependientes de las Universidades del Estado, se articularon como una enseñanza fuertemente clasista, elitista, exclusivamente destinadas a los vástagos varones de las clases medias propietarias, y orientadas a la preparación para los estudios superiores.
En España, la operación de despliegue del nuevo Estado liberal burgués y las necesidades de pacto con la Iglesia Católica llevaron a una suavización del primigenio carácter cívico, laico y estatal de la nueva enseñanza secundaria. El Concordato de 1851 y las políticas de los liberales más moderados amortiguaron la carga secularizadora y dejaron abierto el camino al intervencionismo e intromisión de la Iglesia en las instituciones del Estado. En este contexto, la promulgación de la Bula Ineffabilis Deus en 1857, durante el papado del beligerante antimodernista Pío IX, convirtiendo en dogma de fe la virginidad de la madre de Cristo, constituyó un auténtico aldabonazo para que una tradición nacida en plena Contrarreforma tridentina —la implicación y exhibición del claustro de la Sertoriana, junto al Cabildo catedralicio y a la corporación municipal oscense, en la festividad religiosa del voto de la Inmaculada— se recobrara, sin mayores quebrantos, aunque sin exultantes entusiasmos, de la mano de un Claustro dominado por el ethos predominantemente conservador, que, pese a contadas excepciones, que las hubo, exhibía a la sazón la corporación de catedráticos de bachillerato.
Tras el breve sexenio democrático y el fracaso de la primera República, fue sin duda durante la Restauración canovista, y especialmente en el gozne entre los dos siglos, cuando la segunda enseñanza se vio sometida a las fuertes presiones de un auténtico programa de recristianización protagonizado por diferentes grupos de presión empeñados en ejercer una estricta vigilancia sobre los Institutos al tiempo que apostaban por incrementar el peso y autonomía de la enseñanza privada confesional. En efecto, la Iglesia católica, gracias al Concordato se beneficiaba de un plan de estudios en el que, aunque fijado por el Estado, la religión figuraba como asignatura obligatoria y era la guardiana de la ortodoxia religiosa en los Institutos. Misión primordial de la Iglesia española en el siglo XIX consistió en la presencia supervisora del dogma en el mundo escolar —éste, y no otro, era el sentido profundo que tenía el sostenimiento de tradiciones como el mentado Tota Pulchra o la permanencia explícita de la iconografía cristológica en lugar tan visible como el escudo y sello de la institución; entonces y, paradójicamente, también ahora—; sin embargo, su afán intervencionista y expansivo en la segunda enseñanza se incrementó en la medida en que ésta era vista como el espacio en el que adquirían forma las ideas en las que habían de formarse las clases dirigentes. Los institutos decimonónicos eran muy mal vistos por el mundo eclesiástico, se les percibía como una prolongación del brazo del Estado ya que mantenían la facultad indiscutida de otorgar títulos y grados a través del monopolio sobre los exámenes finales; hoy diríamos, en la lógica del mercado, que para la Iglesia constituían el enemigo a batir… Desde ese punto de vista, habría que analizar la participación del Claustro en aquella exhibición inmaculista en términos de intromisión, demostración de fuerza del clericalismo y debilidad del carácter ideológicamente público y laico del sistema y de la propia institución escolar.
No extrañará por ello que los años dorados del totapulcrismo coincidieran con las tres primeras décadas del siglo XX y especialmente con los tiempos de la dictadura primorriverista: el espectacular aumento de la presencia de la Iglesia católica en el sector, unida a la beligerancia de un auténtico ejército de defensores de la causa clerical, pertrechados tras una potente plataforma movilizadora de apostolado seglar[2], coincidió en el tiempo, no por casualidad, con un progresivo aggiornamiento de la vida política, social y cultural de la ciudad en la que tuvo mucho que ver la alargada sombra del regeneracionismo costista, la militancia obrera, singularmente anarcosindicalista, y la presencia de un renovado republicanismo. El Instituto no permaneció al margen de esa sorda (y bronca) confrontación entre reaccionarismo y progresismo; de hecho, los alargados tentáculos del clericalismo no dejaron de encontrar en su Claustro, como no podía ser de otro modo, un adecuado nicho para la propaganda religiosa cuando no para las ideas facciosas; recuérdese al respecto la presencia de algunos influyentes profesores auxiliares como la de Ciencias, Donaciana Cano, el hacendado terrateniente Luis Mur Ventura, publicista del diario “Tierra” en el que oficiaba de erudito local, o el que fuera su concuñado Ricardo del Arco; obviamente, de manera mucho más abierta y pública actuaban el mismísimo canónigo de la Catedral, Estanislao Tricas Sipán, auxiliar de Letras como los dos anteriores, o los profesores auxiliares de Ciencias Octavio Zapater y León Marquínez, quienes, desde 1928, habían constituido el núcleo fundador de la ACNP en Huesca. A esta singular nómina de quintacolumnistas habría que incluir a algunos catedráticos muy activos cuyo proselitismo entre sectores del alumnado no escapaba al conocimiento general: hablamos del que fue catedrático de Agricultura en el Instituto oscense entre 1928 y 1934, mano derecha del “santo fundador”, José María Albareda, del de Matemáticas, José Juan Nieto Senoseaín, o del de Geografía e Historia, Juan Tormo Cervino; todos ellos de infausta memoria.
Tras el breve paréntesis republicano, que significó la separación de la Iglesia y el Estado consagrada en la Constitución de 1931 y por tanto la retirada oficial de los símbolos (escudo y sello) y tradiciones festivas religiosas de los Institutos del Estado, el fascioclericalismo impuesto con el triunfo de las tropas franquistas en la guerra civil reintrodujo con renovadas energías todo tipo de simbologías, manifestaciones colectivas y tradiciones religiosas a las que, además, se trató de imbuir un particular sello patriótico-militar. Lo malo es que, en esta ocasión, el reeditado paroxismo del celo totapulcrista se llevó por delante a los mejores (sin más). El Instituto perdió a cinco de los nueve Catedráticos que componían su plantilla orgánica de 1936 y a dos de sus profesores auxiliares (uno de ellos, vilmente fusilado: Jesús Gascón de Gotor). De un total de veinte profesores que componía el Claustro, siete no volvieron jamás a pisar sus aulas, lo que supone el 35% del personal docente con que contaba el Instituto al comienzo de la guerra. En todos los casos, amén de su mayor o menor grado de desafección al régimen dictatorial, el delito que concitó las denuncias y motivó su condena y ostracismo fue, inevitablemente, haber votado a favor de la orden que obligaba a retirar todos los símbolos religiosos —incluido el escudo y sello heredado de la Sertoriana— de las aulas y dependencias del Instituto.
El resto de la historia, lamentablemente, nos es sobradamente conocido: los Concordatos de 1953 y 1979 dejaron todo, es decir, lo verdaderamente importante, atado y bien atado. La Iglesia española había ganado la partida al Estado y se consagraba, nunca mejor dicho, la subsidiariedad del Estado en materia educativa. La súbita modernización capitalista experimentada por España en los años sesenta, la muerte del dictador y la consecuente “transición democrática” hicieron el resto: sembrar el olvido, abonándolo con abundantes dosis de cinismo y regándolo con las turbias aguas del escapismo y de un amnésico presentismo. El caldo de cultivo es inmejorable para que crezcan y se den la mano la frivolidad y la añoranza a la búsqueda de tradiciones y exhibiciones de poder simbólico que, a falta de otros nutrientes más rigurosos, comprometidos y exigentes, nos aporten orgullo identitario y, por qué no, hasta modelos de conducta y comportamiento profesional (¡vivir para ver!).
Algo nos está sucediendo cuando preferimos celebrar que recordar, reproducir un ritual que conocerlo, seguir atados a una rancia y ominosa tradición que librarnos de ella. Y es que, en efecto, una cosa es la memoria y otra muy distinta la tradición. La memoria es una facultad del entendimiento humano y puede ser una herramienta de conocimiento al servicio de la transformación social y la reparación de injusticias; la tradición es algo que se entrega y hereda, que pasa de generación en generación de manera inmutable e irreductible. Con frecuencia, la segunda ampara y reproduce sólo una parte o una forma de memoria: la de los vencedores.
Quienes, como en tiempos del innombrable Franco, alimentan ahora con su reforma educativa la recuperación del insensato sueño redentor del alma y la tradición españolas en su versión neoliberal, y siguen empeñados en destruir, bajo mil pretextos, la enseñanza pública embridando bajo el manto de legitimidad que les otorga nuestra democracia de mercado, el quehacer de sus docentes, deben estar frotándose las manos al ver el renacer[3] del entusiasmo totapulcrista de la mano del Claustro del IES Ramón y Cajal de Huesca.
Juan Mainer
Profesor de Historia