Memoria colectiva, pluralismo y participación democrática

 

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José Ignacio Lacasta Zabalza, Memoria colectiva, pluralismo y participación democrática, editorial Tirant lo Blanch, Valencia, 2013, 269 págs.

Cuando el autor me envió el libro y me pidió que se lo presentara, intenté zafarme, porque ya lo había leído y me abrumaba la dificultad de transmitir lo que me sugería su lectura en el escaso tiempo de una presentación. Fue en vano y desde ese día, al pensar en ello, me he sentido desbordado. Sí, es un libro desbordante, por el que desfilan un sinfín de autores, relacionados por Ignacio novedosa y fértilmente entre sí, como no podía imaginarme.

Ignacio Lacasta es catedrático de filosofía del derecho, pero su libro no es fundamentalmente jurídico, porque, citando a Arnold Brecht (128), «la filosofía del derecho es necesariamente filosofía política», tienen una completa unidad. Así que yo, que me he dedicado a la filosofía y a la política, voy a presentarlo desde esa perspectiva, desde la filosofía política.

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 El libro consta de tres partes distintas y a primera vista autónomas. El título del libro recoge el contenido de las tres: 1) memoria colectiva; 2) pluralismo; y participación democrática. Pero hay en ellas un claro hilo conductor, que es el pluralismo.

La segunda parte es la que se centra en el concepto de pluralismo analizando sus orígenes filosóficos e históricos, su definición y sus proyecciones jurídicas.

La primera empieza con la idea de memoria colectiva y recapitula el debate sobre el oxímoron que implica la expresión memoria histórica, para acabar en el reciente pasado español y la fragilidad de nuestro pluralismo, a pesar de ser uno de los valores de la Constitución Española (art. 1.1).

Y la tercera gira en torno a la representación y a la participación democrática, en el pacto o contrato que supone la convivencia de diferentes clases, identidades, culturas; reflexiona sobre las denuncias y los riesgos del movimiento de los indignados del 15 M; y rinde merecido homenaje a algunos pluralistas españoles dentro de una izquierda mayoritariamente centralista, unitaria y dogmática.

 

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José Ignacio dice en la introducción que viene a saldar una vieja deuda con Proudhon, autor omnipresente en el libro, a quien considera —siguiendo a Bobbio— principal teórico del pluralismo político; y que es el protagonista de la apoteosis final, en una confrontación con el consejero estatal de Hitler, Carl Schmitt, muy influyente en los juristas e intelectuales españoles del nacionalcatolicismo español. El régimen proudhoniano está en las antípodas del de Carl Schmitt. La lógica unitaria de este era profundamente católica y escolástica y Proudhon había criticado la honda esencia contraria al pluralismo de la Iglesia «madre de toda autoridad y unidad» (p. 252) y había sostenido que «la Iglesia jamás será maestra del poder federal» y que «nunca el sufragio universal hará de una república federativa un Estado pontifical».

Esa reivindicación del Proudhon y del pluralismo, tiene también no poco de ajuste de cuentas con el unitarismo que caracteriza no solo al hegelianismo (tema de su tesis doctoral), sino también al marxismo y al centralismo democrático del leninismo, que venerábamos los universitarios antifranquistas en los años setenta, es decir, la mayoría de los que estáis hoy aquí acompañando al autor, con el que muchos militabais en la clandestinidad.

Otro pensador con fuerte presencia es Georges Sorel, también viejo conocido de Lacasta, que había sido monárquico y tradicionalista, y luego socialdemócrata marxista, y que desengañado de la degeneración que sufrían los políticos al ejercer el poder, defendió el sindicalismo revolucionario. Sorel, como Proudhon, veía el socialismo como principalmente moral y criticó el materialismo histórico y científico del marxismo. En su trayectoria intelectual, fue influenciado por Henri Bergson, también citado (págs. 24-26), y por Eduard Bernstein, padre del socialismo democrático, al que se dedica atención en el primer capítulo de la segunda parte del libro (págs. 77 ss).

Proudhon está en los tres bloques del libro. Pero mientras que este aparece ya en el título del tercero y en las primeras líneas, el segundo bloque empieza con Kant y el primero, de modo espléndido, con Montaigne, a quien, como muy bien dice el primer párrafo, «hay que acudir para saber el origen y filtro de tantos problemas culturales modernos».

Primera parte. El surgimiento conceptual de la memoria colectiva. El pasado español y el pluralismo

Montaigne meditó sobre la difícil racionalización de lo pretérito y precisó que el reconocimiento del pasado es una actividad propiamente humana, que nos distingue de otros seres, que nos hace humanos. El escéptico francés nos enseña que el recuerdo de las acciones humanas está sujeto a interpretaciones variables, pero también que solo quien se acuerda de los males que ha pasado puede afrontar mejor su futuro, a partir del pleno reconocimiento de lo que le pasó (p. 18).

Y también afirma que en las guerras civiles el enemigo no se distingue en nada de nosotros mismos, ni en el lenguaje, ni en la vestimenta, ni en las costumbres, ni en los lugares que habita. Es una guerra fratricida. Por ello, una guerra civil, para quien participa en ella, tiene más de encuentro con la propia conciencia que de puro acontecimiento bélico. Un encuentro al que uno va sin querer disparar contra quienes son como tú, pero al que te lleva una lotería siniestra, como insinúa la frase «donde le tocó la guerra».

Esta primera parte aborda el frágil pluralismo español a partir de las «aporías» de la llamada «memoria histórica» (56).

Nos advierte el autor que la cuestión de la memoria colectiva en la filosofía política es muy reciente, empieza en la segunda mitad del siglo XX. La memoria se ve como una facultad psicológica individual, no social. Y además, la Modernidad destronó la memoria y la sustituyó por la imaginación racional; y que el contractualismo de Hobbes, Locke, Rousseau o Kant, en vez de acudir a la tradición, recurre a la ficción para legitimar un derecho: el Estado surge de un inventado pacto entre los ciudadanos. No, por cierto, entre el rey y los súbditos, ni siquiera en Hobbes, como parece afirmar el autor (p. 47). E hizo falta el Holocausto, el Gulag, los desaparecidos en Argentina, los exterminios en la exYugoeslavia, para abrir la puerta de los tribunales de justicia a la memoria de los crímenes contra la humanidad, que no prescriben.

Pero España parece ser diferente. Hay un problema histórico sobre el pasado español reciente, pero hay sobre todo un problema memorístico: el análisis y reconocimiento del pasado no está solucionado para los familiares de las víctimas del franquismo. Una especie de complejo de Creonte (el rey tebano que prohibió que se diera sepultura a Polinices, el hermano de Antígona), atenaza a la derecha española. Lo cual supone una agresión continuada a los derechos humanos, porque se reprime «el derecho a la verdad, la justicia y a la reparación» (p. 60).

Y termina proclamando que «queda pendiente un relato democrático, y las políticas públicas subsiguientes, sobre el pasado franquista y sus consecuencias». Y esa deuda impide que haya «una base sólida, democrática, de un patriotismo constitucional español».

Segunda parte. Orígenes y proyecciones del pluralismo

El referente filosófico de la segunda parte es Kant, a quien Proudhon había estudiado bien. El ilustrado alemán se había esforzado por concordar el principio de libertad con el de igualdad en su idea de constitución; había ligado inexorablemente los derechos y la autonomía de la razón personal al deber ético y a la justicia; y había tratado de superar el dogmatismo racionalista sintetizando en la razón práctica razón y sentimiento, después de asimilar a Rousseau, como había sintetizado experiencia sensible y entendimiento tras leer a Hume.

Lacasta nos muestra esa prolongación de Kant en Proudhon, en el socialismo de Bernstein, en la escuela de Marburg o en los grandes juristas alemanes como Kelsen o Stammler, que tanto alimentaron el programa jurídico republicano español por medio de autores como Luis Recaséns o Wenceslao Roces. Porque otra de las preocupaciones del autor es reivindicar a estos juristas republicano españoles y, más concretamente, a quien considera su maestro, Felipe González Vicén, a quien dedica, a él y a sus hijos, uno de los cuales, Fernando, tenemos el honor de que nos acompañe hoy en este acto.

A su juicio, lo que convierte a Kant en un filósofo central en el discurso sobre el pluralismo es el relativismo axiológico (p. 84) que expresan la crítica de las verdades absolutas de la escolástica y de la metafísica racionalista, la aceptación de la incognoscibilidad de las cosas en sí, la consigna del «atrévete a pensar» y el respeto —ese sí, absoluto— de la autonomía personal, fundamento de los derechos humanos.

Esa es la base del pluralismo jurídico, según el cual, citando a Rudolf Stammler, «no cabe dar carácter absoluto a ninguna proposición jurídica concreta (…) lo único absoluto es el método formal (…) lo particular, lo concreto, jamás puede elevarse a ley general». La relación entre la realidad social y el derecho es tan ineludiblemente problemática que invalida la pretensión de unanimidad de criterio (p. 104) y justifica el pluralismo indisociable de la democracia (p. 109). Las cosmovisiones, las ideologías, las religiones, expresan el pluralismo social y tienen su límite en ese pluralismo jurídico y político.

Merece una mención especial el capítulo dedicado a explicar que pluralismo no es tolerancia. Son doce páginas (págs. 128-140) que deberían ser de lectura obligatoria en el Grado de Derecho, más aún que debería formar parte del currículo de la Educación para la Ciudadanía, la asignatura que la LOMCE elimina.

Todo el mundo se mueve más cómodo en el juego binario tolerancia/intolerancia, en vez de apechugar con el respeto y la gestión práctica del pluralismo. La intolerancia es excluyente y hostiga al otro a partir de la convicción de estar uno en la verdad. Pero la tolerancia presupone una posición de dominio o de poder, desde la que se es indulgente, se soporta con paciencia o se permite condescendientemente. El uso y abuso retórico de la tolerancia implica una desaprobación de la cultura dominada por la dominante y rebaja los derechos de las personas ‘toleradas’. El ejercicio de su libertad viene a ser una concesión, no un derecho. Tomarse en serio el pluralismo y tenerlo constitucionalizado hace innecesaria la tolerancia en el ámbito público.

Además, el pluralismo presupone que existen límites a la tolerancia, porque no se pueden tolerar conductas que impongan a otros obligaciones basadas en códigos propios y no compartidos, o que atenten contra derechos inviolables. Debe haber un universalismo que impida que queden impunes crímenes atroces, como explica apoyado en Gustav Radbruch (págs. 105 ss.). Cita al respecto también el libro de Rafael del Águila, Crítica de la ideologías. El peligro de los ideales, tan coincidente con este en su ánimo de poner freno a ciertas ideas que son ciertamente amenazantes para el ejercicio pacífico del pluralismo.

Y ahí se abre también un debate muy actual, sobre la diferencia entre el pluralismo y el multiculturalismo posmoderno, que niega que haya los valores humanos universales y exigibles y sacraliza todo elemento cultural por aberrante que sea para los derechos y la dignidad de la persona. Es una pena que apenas se enuncia el problema y no lo desarrolle más, no solo con Rawls, sino con otros autores de referencia al respeto, como Will Kymlicka, Bhikhu Parekh, Amy Guttman, Amartya Sen, Michael J. Sandel o Ramin Jahanbegloo. Más adelante sí plantea la necesidad de hacer «una crítica al falso multiculturalismo que legitima los guetos, las fronteras físicas y mentales, en el nombre de las diferencia étnicas y culturales» (p. 198). Se apoya para ello en Javier de Lucas y elogia la actitud de Raimon Obiols discrepando en el Parlamento Europeo de la llamada directiva de la vergüenza (p. 196).

Proudhon vota en blanco, Pluralismo y participación democrática

La tercera parte empieza con la fuerza creadora de la visión contractual en Proudhon. La idea contractual plantea la cuestión de la naturaleza del Estado y la debatida relación entre política y derecho. Es conocido el sesgo «antipolítico» de Proudhon, para quien la política engendra grupos artificiales, enfrentados, y un Estado unitario, centralista y autoritario, mientras que el pacto federativo, al contrario, «es libertad, pluralidad, es DERECHO» (p. 171). Y Lacasta recuerda la influencia de Proudhon en el federalismo de Pi y Margall, quizá la única solución razonable, es decir, pluralista, a la españolidad de Cataluña.

El apartado 4 de la última parte reflexiona sobre la participación política, a raíz de los ‘indignados’ españoles del 15-M y de los ‘brancosos’ portugueses, movimientos que responden al hartazgo de la política oficial monopolizada por los partidos parlamentarios.

No es un fenómeno nuevo. La separación entre el pueblo y las instituciones que lo representan, la separación entre la política oficial y al vida real, es uno de los puntos débiles del sistema político y electoral, analizado en muchos trabajos. Y en los sesenta y setenta se debatía la democracia directa o democracia de masas para mostrar las deficiencias de las democracias occidentales (p. 215).

También Proudhon veía insuficiente para obtener la representación política votar una vez cada varios años. Y proponía, como Saramago, el voto en blanco, para mostrar la desilusión con lo que llaman democracia y no lo es (p. 210). Pero los riesgos son el descrédito de la democracia misma, la quiebra de la comunicación entre las diferentes opciones políticas, la carencia de soluciones alternativas, la ausencia de diálogo entre el poder y la ciudadanía, la contracción de la participación popular y el desánimo general ante la esterilidad del voto. El autor defiende que la movilización debe continuar, pero para favorecer e impulsar la participación, no para fomentar la antipolítica, no contra los partidos políticos, sino para cambiar la forma de actuar de estos.

El último capítulo se llama «La gran separación o el Dios que no nació» —apoyándose en el libro del mismo título, de Mark Lilla. El pluralismo realiza la gran separación entre el discurso teológico y el discurso político. Toda sacralización o absolutismo es peligrosa y contraria al pluralismo social y político.

Y no solo la teología política de Schmitt, o la política confesional, democristiana o islamista. También, en no menor grado, la izquierda ha dogmatizado y anatematizado contra el pluralismo, de modo procustiano, hasta hacerle decir a Regis Debray (quien fuera compañero de armas del Che y asesor de Miterrand): «como todos los emblemas de unidad, la bandera roja fue una buena escuela de coraje y de estupidez» (232).

Este libro es un canto al pluralismo social y político, y a la laicidad del Estado. Más aún, y sobre todo, a la laicidad de la política, porque la política es humana, es decir, relativa, y el compromiso y la participación implican libertad de expresión y capacidad de crítica, no adhesión a principios sagrados, ni pertenencia a otra iglesia.

Lo sagrado no es cuestionable, discutible ni negociable. No al menos sin correr el riesgo de ser expulsado de la comunidad de los creyentes. En la concepción religiosa del Estado, o del partido, se puede aparentar que se debate, pero en la práctica quien tiene mando en plaza no está dispuesto a dejar que nada cambie y a que lo sagrado deje de serlo. Quien está en un partido o grupo político tiene que actuar a veces como si fuese un creyente, tiene que asumir el argumentario que se difunde internamente como si fuera el catecismo, el dogma infalible y la verdad de la que no solo debe hacer apostolado sino convertirla en su única verdad, aunque no pueda creérsela.

La religiosidad de la política, la sustitución de la iglesia por el Partido y, luego, por el Estado, conduce a la sumisión, a la violencia, al totalitarismo. Y un territorio por excelencia de esta sacralización de la política es el nacionalismo.

Como he anunciado, Lacasta (en el apartado titulado «La izquierda y el lecho de Procusto») rinde homenaje a cuatro ejemplos de la «rara especie española de la izquierda no dogmática» (p. 223), que no se adhirieron a un marxismo de fe y que no se dejaron engatusar por la dictadura soviética, ni aplaudieron que el partido bolchevique ejerciera esa dictadura contra el pluralismo político.

Juan Negrín (págs. 221-223), plural ya en su formación entre diversas corrientes científicas y filosóficas, políglota y abierto a otras culturas, que tanto ha tardado en ser rehabilitado por el PSOE.

Fernando de los Ríos (p. 224), quien, en 1921, al volver de su visita a Rusia, establece un paralelismo entre la URSS y Bizancio, bajo el lema «un solo poder y una sola fe», que le hace recordar la Inquisición española. De los Ríos sostenía que el ideal socialista es mucho más amplio y rico que el partido, pues los partidos, en plural, son solo órganos de interpretación de esos ideales, que deben respetar siempre la libertad de conciencia.

Ángel Pestaña, que se rebeló contra la imposición ideológica de la FAI y sus pétreos tópicos contrarios a la política a toda política (p. 225). Pestaña profesa una idea pluralista y rechaza la uniformidad de los regímenes donde hay «una sola cabeza para pensar y una sola boca para ordenar» (p. 227). Como rechaza la idea del Estado omnipotente y soberano, porque —cito— «las concepciones doctrinales no pueden ser el lecho de Procusto, donde los hombres han de entrar a medida, sino todo lo contrario». Afirma que no hay que abandonar el ideal la justicia y la transformación social, meta común del marxismo, el comunismo, el socialismo, el anarquismo, el sindicalismo, pero que tampoco hay que abandonar los métodos democráticos (p. 228).

El general Vicente Rojo, católico, de sensibilidad socialista, que no perteneció a ningún partido político, por considerarlo incompatible con su profesión militar. Fue un militar leal a la república, que no veía mayor división que aquella que existe entre el respeto y el desprecio a la democracia, por encima de diferencia religiosas o económicas. Escribió: «Los militares solo tenemos un deber de servicio a España por el cauce de la Ley si era una ley que se hubiera dado el propio pueblo a través de sus legítimos representantes» (págs. 228-9). Denunció el carácter de guerra religiosa de la Cruzada, sin ahorrar palabras para condenar el papel de la Iglesia en ella, igual que criticaba los crímenes y los desmanes de los milicianos (p. 248). Porque la mezcla de religión y política tuvo mucho que ver en la orgía de criminalidad desatada en la retaguardia.

Por ello, Lacasta recuerda la religión del hombre, que propone Rousseau. Religión o ética, basada en un sentimiento natural de piedad (en terminología rousseauniana) —de solidaridad, decimos hoy—, o de com-pasión en el sentido etimológico de la palabra, sentir-con el otro, con-moverse, identificarse con los semejantes, como sentimiento distinto del amor por uno mismo (que es el instinto de conservación de la vida y supone resistencia, fortaleza interior) y contrario al amor propio, que es comparativo frente a los demás, competitivo, destructivo, en fin.

También evoca (págs. 244-45) la relación entre religión y política en Marsilio de Padua y Hobbes, que yo he estudiado y que sería muy interesante seguir en Spinoza, como bien apunta, al citar esta frase: «Cuán peligroso es para la república y para la religión conceder a los ministros del culto derecho a decretar alguna cosa o tratar los asuntos del gobierno».

Finalmente, quiero destacar el esfuerzo del autor por bucear en el humanismo renacentista español en busca de las raíces de los conceptos que analiza. Por ejemplo, se remonta a la aparición del ‘pluralidad’ en Mateo Alemán en 1599, para empezar a hablar de pluralismo (p. 129). Y varias veces cita el Tesoro de la Lengua Castellana, escrita por Sebastián de Covarrubias en 1611.

Sobre todo, rescata al navarro Juan de Huarte de San Juan, de quien dice es «uno de los pocos autores españoles que forma parte de los constructores de universales del intelecto occidental», ya sea en la medicina, la psicología, la filosofía o los estudios lingüísticos, y al que le dedica varias páginas de la primera parte (págs. 27-34), para trabajar los conceptos de memoria, imaginación y entendimiento, como base de las reflexiones sobre la memoria colectiva.

Y acoge las Memorias de Francisco de Enzinas, protestante burgalés, seguidor de Melanchton. O las de santa Teresa de Jesús, El libro de la vida, que testimonia la impresión que le causaron las Confesiones de san Agustín y la influencia en el uso de la introspección para la construcción del yo desde el pasado. Invoca incluso a Margarita de Navarra (o Margarita de Angulema), autora de una colección de cuentos, el Heptamerón, en los que las mujeres hablan con propiedad y sin zafiedad de las más atrevidas cuestiones eróticas (p. 42).

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No cabe todo en una presentación. No he hablado de la igualdad de la mujer, o de Clara Campoamor, muchas veces citada, pues la perspectiva de género está siempre presente y es el motivo del único reproche que le hace a Proudhon, descaradamente machista. Ni de las nuevas desigualdades, de la emigración y su importancia para en la sociedad plural. Ni de la aportación al pluralismo desde el pragmatismo norteamericano, desde Williams James hasta Rorty, pasando por Dewey. Ni de Thoreau, el apóstol de la desobediencia civil, que se ha puesto de moda en nuestros días y que criticaba al estado por no saber ni querer percibir la pluralidad de la sociedad norteamericana. Ni de la unidimensionalidad de la sociedad industrializada, que analizó Marcuse. Ni de las referencias continuas a autores portugueses —Antonio Hespanha (págs. 216-218), Gomes Canotilho (p. 219), Boaventura de Souza Santos—, algo poco frecuente en los intelectuales españoles y en general en la Universidad española.

Y quiero destacar la actitud crítica del autor, atento siempre a combatir todo atisbo de falacia naturalista, la que deriva el deber ser del ser, para imposibilitar el cambio. José Ignacio está dispuesto a romper la inercia del «así son las cosas», a desenmascarar las denominaciones impersonales, objetivas, aparentemente neutras, como crisis, tsunami, crack, mercados… (p. 186).

Termino. Estamos ante un libro filosófico, denso. Un libro oportuno en tiempos de desafección al sistema parlamentario, de crisis institucional y de reflujo democrático. Un libro, en el que Lacasta apela a la participación política desde la radical defensa del pluralismo político, después de mostrarnos magistralmente las raíces del pluralismo.

Enhorabuena, José Ignacio, y gracias por haberlo escrito.