Nos habían dicho y hemos repetido muchas veces que hay que ser buenos y solidarios. Durante veintitantos años he ido enseñando en las clases de Ética y Filosofía y en el entorno familiar que no es de recibo imponer la ley del más fuerte o que el fin no justifica los medios. Desde los púlpitos se proclamaba el sinaítico “no matarás” o el evangélico perdón a los que nos han ofendido. A mediados de los setenta España fue dejando su caspa celtibérica y empezó a hablarse de democracia y de libertades. Personalmente, explicaba con pasión en las aulas la ética de Aristóteles y sobre todo la de Kant como un maravilloso himno a la coherencia personal y ciudadana.
Las civilizaciones griegas y romanas mantenían la máxima de que no era lícito torturar al hombre libre. Sin embargo empleaban esta práctica de manera generosa con los que no catalogaban como tales. Es decir, no les dolían prendas en someter a toda clase de vejaciones y sufrimientos a esclavos, extranjeros, prisioneros de guerra y otros desgraciados a los que no se les concedía la misma gracia o derecho. Ya por aquellos tiempos surgieron críticas sobre esta clase de métodos porque se llegó a la conclusión de que las confesiones arrancadas así, eran inseguras.